Mis andanzas de 38 años en el Centro de Cine me dejaron un sinnúmero de vivencias intensas, estampas felices que atesoro en el sepia de mis recuerdos, y otras dramáticas, como sucede a quienes nos ha sido concedido el don de una larga estancia en esta vida.
En la alborada de los años ochenta, el Archivo de la Imagen de la institución era un proyecto en ciernes que planeaba el registro cinematográfico de personajes, obras y acontecimientos dignos de consignar en las huellas indelebles del tiempo.
Con ese propósito, los días 2 y 3 de marzo de 1983, un equipo del Centro, designado por su director, Carlos Freer, asumió la filmación de la visita a Costa Rica del papa Juan Pablo Segundo. Guillermo Munguía, quien recién retornaba de sus estudios cinematográficos en la ciudad de Praga (antigua Checoslovaquia), tuvo a su cargo la conducción del equipo, compuesto por el camarógrafo Luis Fernando Bulgarelli, el asistente Miguel Sánchez, y el suscrito como sonidista. Ya nos habíamos fogueado tres meses antes, con la llegada al país del presidente estadounidense Ronald Reagan (3 y 4 de diciembre de 1982).
El fogueo de lujo que habíamos tenido con la filmación de Reagan, nos hizo tomar previsiones que significaron el logro de un material de gran calidad en técnica y contenido. Una de esas medidas fue asistir con suficiente antelación a los eventos que debíamos cubrir, como el encuentro con la juventud que el Papa viajero se disponía a protagonizar en el Estadio Nacional.
Aunque el evento estaba programado para las siete de la noche, desde el mediodía la juventud comenzó a poblar las graderías del máximo coliseo. Igualmente, periodistas, documentalistas y técnicos nacionales e internacionales nos situamos en la tarima designada, de conformidad con lo previsto: que el Sumo Pontífice ingresaría en el papamóvil, el cual recorrería la pista atlética, antes de ocupar el estrado principal.
A dos horas de iniciar, en la plataforma de prensa no cabía un alfiler. Aun así, un equipo italiano de radio y televisión comenzó a abrirse campo. Lógicamente, en el reducido espacio, empezaron los forcejeos. Primero, en forma disimulada y después a los empujones, se armó la batahola.
Mientras Luis Fernando sostenía a duras penas la cámara sobre el trípode, yo resguardaba mi Stellavox tape recorder, grabadora cinematográfica de alta gama, como dicen ahora, y, cual Cid Campeador, usaba la varilla larga del micrófono 4:15 (especial para captar el sonido a distancia) con tal de alejar a los invasores.
Entretanto, Munguía, limonense de cepa y dignidad, los insultaba con su inglés caribeño, mientras los europeos desplegaban un repertorio italiano mucho más ofensivo que nuestros pertrechos verbales. Y cuando estábamos a punto de derrotarlos, gracias a la enérgica intervención de Miguel Sánchez, más fuerte que el mismísimo Sansón, Luis Bulgarelli, casi desfallecido, comenzó a gritar: “Hey, maes, cálmense, por favor. ¡Ahí viene el Papa!”.
De una, tirios y troyanos olvidamos el pleito y procedimos a filmar la esplendorosa bendición del Pontífice.
Sabrá Dios si fue el Papa quien nos hizo el milagrito y todos pudimos registrar aquel momento de cercanía y lo que siguió en la noche inolvidable del: “¡No a los caminos sin Dios! ¡No al odio! ¡Sí al perdón!”.
Fin de fiesta
Bajo una luz mortecina, los italianos y nosotros éramos los últimos en recoger los bártulos. Guillermo los buscó en son de paz. Ellos respondieron y, en un santiamén, entre efusivos abrazos, nos devolvimos los peluches.
Hace muchos años que no veo a mis excompañeros Munguía y Bulgarelli. Miguel Sánchez falleció en el 2019 y su esposa Dalila (en serio, Dalila Gutiérrez Aragón) lo extraña día a día, porque el “Sansón” del Centro de Cine fue un buen esposo, padre y abuelo.
“¡Maes, ahí viene el Papa!”, una alerta providencial.
Roberto García H. es periodista.