Todos los días nos enteramos de múltiples asesinatos, ajusticiamientos y cuerpos que aparecen mutilados o descuartizados. Tantos, que ya casi ni nos conmueve. Y tan alejados de nuestra realidad –asumimos que son personas involucradas en negocios oscuros o con deudas impagables contraídas con inescrupulosos–, que pensamos que la cosa no es con nosotros.
En días recientes, una familia amiga vivió tres episodios de inseguridad en menos de una semana. Un hijo fue asaltado mientras jugaba fútbol 5 en Curridabat, junto con varios de sus compañeros. Billeteras, celulares y documentos de identidad kaput. Dos días después, otro hijo fue asaltado en las inmediaciones de la UCR. Se le acercó un carro del que se bajó un encapuchado y lo encañonó. Y ese mismo fin de semana, un sobrino y su novia fueron despojados de sus celulares en Esterillos.
Para mí estos muchachos, a quienes conozco desde bebés, les pusieron rostro y nombre a todas las víctimas del crimen. Lamentablemente, para el resto del país fue necesaria una tragedia como la que segó la vida de Alejo Leiva Lachner para darnos cuenta de que las verdaderas víctimas de la violencia son personas de carne y hueso, con sueños, amigos y proyectos de vida, y no simplemente gente que anda en malos pasos.
Como Alejo, y como Gerardo Cruz Barquero –joven que grabó a un acosador sexual in fraganti –, hay muchas otras víctimas que tal vez no tienen rostro ni nombre en el imaginario colectivo, pero dejaron irreparables vacíos en el seno de sus familias.
La única vez que había visto una ola delictiva similar fue allá por 1994, cuando la crisis del llamado “efecto tequila” arreciaba en México. En un período de pocas semanas fueron asaltados mi suegra y dos tíos de mi esposa, y la vecina de una tía fue violada y asesinada en el estacionamiento de su propio edificio en el Distrito Federal. Fue la época que me sentí más inseguro en los casi 25 años que tengo de visitar seguido ese país.
Semejanzas espeluznantes. Una economía estancada, el alto desempleo y la pobreza en crecimiento forman un cóctel peligroso que empuja a la gente desesperada a delinquir. Si a ello le sumamos un gobierno desubicado, sin rumbo, sin liderazgo y sin idea de cómo combatir la delincuencia, el crimen organizado aprovecha el vacío para extender sus tentáculos. Y una vez que la violencia se normaliza, deja de ser un asunto de bandas criminales para extenderse a toda la sociedad. Ya estamos viendo las consecuencias.
A este gobierno le ha costado arrancar como a ninguno. Ya va por la mitad del período y aún no supera la curva de aprendizaje. Lo peor es que no se trata de un alumno con dificultades de aprendizaje, al que habría que hacerle una adecuación, sino de uno que no quiere aprender.
Recientemente nos decía Gustavo Mata, ministro de Seguridad, que él se resiste a tener una policía que mendiga, mendiga, en un artículo ( La Nación, 20/3/2016) en el que hacía una serie de disquisiciones acerca del enfoque que debería darse a una política pública de seguridad ciudadana. Muy bien por el jerarca, pero cabe preguntarse por qué estas cosas apenas se están planteando dos años después de asumido el mandato constitucional.
En el artículo, el señor ministro reconoce que en los últimos años el gasto en seguridad “se ha incrementado para fortalecer las capacidades de la Fuerza Pública”. Agrega, sin embargo, que son necesarios más recursos –siempre lo son– sin los cuales es imposible mejorar el servicio que brinda la Policía y, por ende, la seguridad ciudadana.
Concluye, predeciblemente, diciendo que la culpa de todo la tiene el “entrabe total en la posible aprobación al impuesto a las sociedades anónimas”. Siempre la misma excusa.
Excusa, además, que no es de recibo. Habla el ministro de un “entrabe total” como si se tratara de un proyecto que lleva años en la corriente legislativa. La realidad es que tiene apenas unas cuantas semanas allí. Para colmo de males, omite mencionar don Gustavo que si hoy por hoy no le alcanza el dinero a su ministerio, es porque su propio gobierno le recortó la asignación de recursos en el presupuesto 2016.
Truco. Tristes conclusiones podemos extraer de este episodio en lo que respecta al establecimiento de prioridades en la administración Solís Rivera. Más aun, no hay registro de que el ministro haya protestado por tal decisión y, mucho menos –ni que estuviéramos en Japón– que hubiera renunciado al cargo ante la imposibilidad de cumplir con el encargo con los recursos asignados.
Más parece que todo fue un truco para allanar el camino al impuesto a las sociedades anónimas que hoy se ofrece como la pomada canaria para los problemas de seguridad.
La referencia a la mendicidad policial surge porque el ministro asegura que, de no conseguir la aprobación del impuesto, deberá acudir a la caridad internacional para equipar adecuadamente a la Policía. Coincido en que esta no es una práctica deseable. Pero también debo preguntarle: ¿Por qué no le da similar pena mendigarles recursos a los contribuyentes, cuando su gobierno no hace ningún esfuerzo por contener la sangría del gasto?
Esta película ya la habíamos visto hace unos 12 años, con diferentes actores pero casi idéntica trama, y el final no es feliz. Un gobierno que, en su empecinamiento por subir los impuestos, deja de hacer lo que es su obligación, para “demostrar” que no hay plata ni para los frijoles.
Al menos ese otro gobierno puede jactarse de no haber hecho gran cosa mientras ahorraba para mejorar las finanzas públicas. ¿Cuál es la excusa del gobierno cuyo lema es que con Costa Rica no se juega?
Seguir gastando. El gobierno se rehúsa a recortar el gasto y últimamente también a considerar medidas de reforma del Estado. Insiste, en cambio, en crear nuevos impuestos o subir los existentes. Y si bien nos dice que es para resolver el problema del déficit fiscal galopante, sus acciones nos demuestran que los quiere para seguir gastando a manos llenas.
Gastar, entiéndase, en salarios de lujo para algunos jerarcas nombrados ilegalmente, en viajes para multitudinarias comitivas en exóticas excursiones caribeñas, en campañas publicitarias para decirnos –faltando a la verdad– que recortaron el gasto, o en motos Harley Davidson de lujo para la Policía de Tránsito.
¿Mejorar la seguridad ciudadana? Para eso no alcanza la plata, nos dicen, y si la Asamblea Legislativa no reinstaura el impuesto a las sociedades anónimas, nada se puede hacer. Queda en evidencia que no quieren los nuevos impuestos para reducir el déficit, sino para incurrir en nuevos gastos.
Así se pierde la credibilidad. La seguridad, lamentablemente, ya está perdida.
El autor es economista.