La carta abierta en la que más de mil expertos y ejecutivos de la industria tecnológica pidieron una pausa de seis meses al desarrollo de la inteligencia artificial condujo mis pensamientos por un camino que me desvió de la ruta de los algoritmos hacia una más natural y biológica: la inteligencia con la que nos hemos concedido la notable credencial de Homo sapiens.
La carta dice que los laboratorios que trabajan con esta tecnología están desarrollando mentes digitales que “ni siquiera sus creadores pueden comprender, predecir o controlar de forma fiable”. Los firmantes demandan con premura que la IA entre en estado de hibernación con el propósito de establecer regulaciones que garanticen que no vaya a desbocarse.
Una moratoria podría solicitarse también para algunas personas cuya sensatez salió en estampida hace bastante tiempo y carecen, por tanto, de voluntad para controlarla “de forma fiable” y, menos, predecir sus ominosas consecuencias.
Comprobado el irresistible impulso de nuestra lengua, que con frecuencia nos empuja a decir cualquier necedad e imprudencia que elabora una inteligencia enmarañada, sería de mucha conveniencia que estas mentes se autodecreten una interrupción y sus voces sean clausuradas en bien de la pública salud emocional.
La carta también pide crear sistemas que sean, entre otras cosas, más “alineados” y “robustos”. La advertencia es apropiada y de urgente aplicación, incluso para las mentes desarrolladas en el laboratorio de nuestra cabeza. Por ejemplo, en nuestro país, encontramos pruebas de extrañas evoluciones del pensamiento que, cuando menos en una ocasión, se desalinearon del sentido común de modo tan estrepitoso que resultaron en una grave amonestación y una exhortación que causaron perplejidad.
Tal fue el caso del ministro de Seguridad, cuando nos redujo a la condición de hato domesticado, enfundado en un coraje cuyo único ornamento es ser un inútil adjetivo. Acto seguido, fuimos invitados por él a la temeraria acción de ir al encuentro de los delincuentes que merodean nuestro barrio, encararlos con las exclusivas municiones de nuestras palabras y un carácter enérgico, en tanto ellos empuñan armas que disparan un lenguaje que penetra por los oídos y hasta las mismas entrañas.
De modo semejante, la robustez que la carta solicita para la IA también podría examinarse en algunas inteligencias humanas que se embriagaron en demasía con el significado y poder de la palabra, y la asociaron en la vida pública y privada con una detonación de gestos y conductas soberbias y arrogantes tan explosivas que hacen volar puentes.
La carta firmada por los expertos en inteligencia artificial finaliza de una manera poética, que la IA con el depósito de su colosal lenguaje sin alma ni corazón también podría generar. Son las siguientes: “Disfrutemos de un largo verano de la IA, no nos precipitemos sin estar preparados para un otoño”.
Por estas tierras y sin necesidad de la IA, ya tenemos conocimiento de inteligencias humanas provistas de todas sus facultades que experimentan tres de las cuatro estaciones de modo muy particular. Un verano perpetuo y extenuante que toma la forma de una condensación de discursos que provocan disensión, incordias y cotidiano enfrentamiento. Ebrias de sus propios juicios, estas mentes estiman que el pensamiento de los demás es como la presencia de un invierno estéril y molesto. La estación del diálogo y el acuerdo no florece a expensas de una postura que se absuelve de sus yerros y descarga culpas en los demás.
A estas inteligencias, les sentaría muy bien la estación que no conocen: que un otoño se abatiera sobre ellas y que, al igual que en esa época los árboles dejan caer hojas secas y amarillas, su ego desprenda la inútil hojarasca que, obstinadamente, permanece pegada a la rama de un razonamiento embobado en sí mismo.
El autor es educador pensionado.