LONDRES – Con toda la atención pública en Estados Unidos puesta en la salud, la inmigración y Rusia, las políticas comerciales del gobierno de Trump han pasado casi inadvertidas. Pero la lógica subyacente a la estrategia del presidente Donald Trump en asuntos de comercio está a punto de quedar bajo el candelero, porque en unos meses toca renegociar el histórico Tratado de Libre Comercio de América del Norte (Nafta, por sus siglas en inglés). Quedarán entonces a la vista tres errores fundamentales del pensamiento de Trump.
Para empezar, está la falsa premisa de que la pérdida de empleo en Estados Unidos se debió a malos tratados de comercio. Lo cierto es que la automatización y la robótica ya generaban caída del empleo fabril en las economías desarrolladas mucho antes de la firma de cualquier tratado comercial importante. Las fuerzas de la globalización tal vez hayan agravado estas tendencias, pero hay una cuestión que suele quedar sepultada en la discusión (y que desestiman por igual todas las partes): que el objetivo de los tratados comerciales es domesticar esas fuerzas, no acelerarlas.
Tras varias décadas de disminución de aranceles en todo el mundo, hoy las negociaciones se centran más que nada en las reglas que gobiernan el comercio internacional. El Acuerdo Transpacífico (ATP), que Trump abandonó con bombos y platillos tras asumir el cargo, detallaba una serie de compromisos vinculantes cuyo objetivo era obtener condiciones más equitativas para los trabajadores estadounidenses.
Países tan diversos como Perú, Vietnam y México hubieran debido legislar el derecho de los trabajadores a la creación de sindicatos independientes y a la negociación colectiva, aprobar normas de propiedad intelectual contra las falsificaciones y eliminar subsidios injustos a empresas estatales. La infracción de estos compromisos hubiera llevado a los firmantes ante un tribunal arbitral vinculante. Pero la apresurada retirada de Trump del acuerdo anuló futuras oportunidades de mejorar las condiciones laborales en todo el mundo y de hacer un comercio internacional más justo para los trabajadores estadounidenses.
El segundo error de la estrategia de Trump es el supuesto de que los malos acuerdos son culpa de malos negociadores. Eso indica ignorancia deliberada del proceso de negociación. La política comercial de Estados Unidos en la actualidad no es obra de un solo partido o de una sola entidad, sino que comprende tratados de libre comercio con unos veinte países, elaborados todos tras décadas de intensa revisión bipartidaria. Por ejemplo, aunque el ATP fue un tema central del segundo mandato del presidente Barack Obama, la propuesta surgió del presidente George Bush (hijo) muchos años antes. Del mismo modo, la mayor parte del trabajo para lograr el Nafta hizo el gobierno de George Bush (padre), pero su aprobación en forma de ley se hizo en diciembre de 1993 durante el gobierno de Bill Clinton.
Aunque diferentes estilos de negociación pueden haber llevado a diferentes resultados, decir que a Estados Unidos le faltaron representantes de primer nivel en las negociaciones comerciales parece poco creíble. Pero la acusación de Trump se condice con su intensa preocupación por los “acuerdos”, como si las negociaciones comerciales fueran transacciones puntuales para la compra de la próxima propiedad de lujo o del próximo paquete de activos tóxicos. Pero no lo son: si a los negociadores comerciales de Estados Unidos no les gusta el tono de sus homólogos chinos, no pueden ir a buscar otro socio más razonable o bien dispuesto para que abra los mercados chinos a los productos agrícolas estadounidenses. Lo mismo vale para cualquier otro país con el que Trump espere que Estados Unidos haga negocios.
Finalmente, también es errada la creencia de Trump en que las negociaciones bilaterales favorecen a Estados Unidos. En su audiencia de confirmación ante el Senado, el secretario de comercio, Wilbur Ross, dijo a los legisladores que un defecto central del ATP es que requería negociaciones multilaterales. Según explicó Ross: “Cuando uno negocia con diez países, el primero (…) dice: Está bien, hacemos una concesión, pero queremos algo a cambio. El segundo agrega otra exigencia. Cuando se llega al décimo, son un montón de exigencias. Otros países obtienen beneficios que ni siquiera pidieron”.
Aunque la advertencia de Ross parece preocupante, en realidad revela total falta de comprensión de la política comercial moderna. El objetivo de los acuerdos comerciales en el siglo XXI es mejorar las normas del comercio internacional, así que de nada sirve hacerlo de a un tratado por vez. En realidad, el ATP, al abrir las puertas de un club de países ampliado, mejoraba la posición negociadora de Estados Unidos (no la empeoraba), porque si bien para la mayoría de los países el premio mayor es el comercio con Estados Unidos, el ATP ofrece además la posibilidad de acceder al 40% de la economía mundial.
Piénsese en México, cuyos funcionarios se mostraron dispuestos a iniciar conversaciones para modernizar el Nafta cuando a cambio podían acceder a las economías asiáticas a través del ATP, con apoyo de Estados Unidos. Ahora que el ATP no está en la mesa de negociación, es de prever que no tengan el mismo interés. En una escala mayor, la estrategia multilateral creó un efecto arrastre, por el que numerosos países se disponían a unirse al ATP tras la firma del acuerdo inicial (los más interesados eran probablemente Corea del Sur, Tailandia y Colombia). Todos querían anotarse aunque sabían que no había mucho margen para cambiar condiciones que ya habían sido acordadas. Ahora que Estados Unidos no está, los otros socios del ATP hablan de seguir adelante solos para no perderse los beneficios del acuerdo.
Cuando se conozcan los resultados de la renegociación del Nafta durante el gobierno de Trump, poco después del 16 de agosto, hay que ver cuántos compromisos sobre normas laborales, patentes y subsidios se consiguen. Ya es lamentable dedicar tanto esfuerzo y capital político a un acuerdo que podría haber sido mucho más amplio. Pero lo más lamentable va a ser cuando los “fabulosos” negociadores de Trump se pongan a negociar acuerdos con otros países en Asia y el resto del mundo según el principio de “Estados Unidos primero” y se encuentren con que esos países ya se comprometieron con las reglas puestas por China.
Ese será el precio real de la antilógica comercial de Trump.
Christopher Smart, investigador superior del Centro de Negocios Mossavar-Rahmani en la Escuela de Gobierno John F. Kennedy de la Universidad de Harvard, fue asistente especial en temas de economía internacional, comercio e inversiones para el presidente de los Estados Unidos entre el 2013 y el 2015 y subsecretario adjunto del Tesoro de los Estados Unidos para Europa y Eurasia entre el 2009 y el 2013. © Project Syndicate 1995–2017