Costa Rica reconoce en la Constitución la dimensión multiétnica y pluricultural del Estado, lo cual exige, entre otras cosas, emprender acciones para superar la invisibilización y exclusión en el sistema educativo de las tradiciones, narraciones y culturas que nos conforman.
La nueva ciudadanía promovida por el Ministerio de Educación solo será posible reconociendo la legitimidad y el valor de todas las tradiciones culturales y religiosas presentes en el país.
Lo anterior implica dar cabida en los procesos educativos a las diversas memorias comunitarias, espiritualidades, narrativas, tradiciones lingüísticas, musicales, literarias, gastronómicas, etc. que enriquecen nuestra diversidad.
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Esa diversidad que nos conforma debería impregnar los libros de texto escolares, los programas de las distintas asignaturas, los recursos didácticos que utilizamos, las fuentes que consultamos.
Una educación interculturalmente transformada ayudará a subsanar, por ejemplo, la histórica discriminación sufrida por los pueblos indígenas y las comunidades afrocostarricenses, así como todas las formas de injusticia cultural y religiosa que han estado presentes durante siglos en la educación.
Las distintas tradiciones religiosas son una expresión más de la diversidad cultural que nos conforma. Son «mundos de vida» diversos desde los cuales las personas buscan (re) significar lo que viven, lo que hacen, sus encuentros con otras personas, su relación con el entorno. Recogen vivencias, nostalgias y aspiraciones humanas. Se expresan con ricos lenguajes (narraciones, íconos, metáforas) construidos y reconstruidos a lo largo de siglos y milenios.
Son memorias de la humanidad con muchos elementos comunes y otros diferentes. Cada tradición religiosa lleva dentro también su propia diversidad, sus ambigüedades y contradicciones. Pero en todas es posible reconocer invitaciones a respetar a quien cree distinto, a hospedar a quienes vienen de lejos, a practicar la justicia, a fortalecer la esperanza.
La educación pública tiene la responsabilidad de ofrecer al estudiantado, en todos los niveles, el conocimiento amplio de las tradiciones religiosas, que son patrimonio de la humanidad, y tiene la obligación de hacer que este conocimiento esté disponible. Cuando se privilegia una expresión religiosa sobre las demás se limita el conocimiento y se reduce la posibilidad de vivir con respeto y en paz: se pierde así la posibilidad de educar para una nueva ciudadanía
El objeto de estudio de la educación religiosa no son las religiones, sino la diversidad religiosa, entendida como una riqueza de la humanidad. Eso implica que desde esta materia se educa no para deslegitimar tradiciones y creencias religiosas, sino para dialogar con ellas, conscientes de que nuestro propio «mundo de vida» religioso es uno de los tantos que existen junto a otros que tienen el mismo derecho a existir.
Desde una educación religiosa intercultural es posible salir al encuentro de las diversas respuestas de las tradiciones religiosas ante interrogantes relacionadas con el nacimiento, la enfermedad, el sufrimiento, la muerte. Esta experiencia educativa permite a las personas maravillarse por la creatividad que ha sostenido a los diferentes grupos humanos a lo largo de la historia.
Poco ayuda la arrogancia de pensar en una verdad única y pretender imponerla a los demás. Esto podría generar disgustos, división y violencia, y alejaría la posibilidad de crear espacios para el despliegue del asombro y la gratitud frente a la creatividad humana.
Los autores son docentes en la Universidad Nacional e integrantes del Foro de Educación Religiosa.