La atención en la transformación del Estado se concentra usualmente en la redefinición de su arquitectura y conformación, lo que sitúa el debate en la necesidad de fusiones, concentrar responsabilidades en un solo ente, eliminar instituciones o redefinir el esquema de autonomía de órganos desconcentrados.
Esta es una parte de la reforma estatal incompleta si no se acompaña de una valoración más precisa sobre el funcionamiento de la institucionalidad, qué prácticas ha reproducido durante años sin cambio alguno y qué normas puntuales hacen más compleja su operación diaria.
El país se organiza bajo un tipo de Estado unitario, de acuerdo con el texto constitucional, que en principio debería contribuir a facilitar la actuación, tratándose de un único cuerpo. Sin embargo, la realidad parece dictar otro camino, comenzando por el empleo público, materia en la cual el Estado es uno, pero las reglas no son iguales para todos.
Caben otros ejemplos vinculados a la actividad gubernamental que también deben ser incorporados como parte de la otra cara de la transformación estatal, a fin de superar los modelos de gestión que la hacen enmarañada, con múltiples niveles de veto y permisos.
La conclusión de la carretera de Circunvalación norte pone al descubierto el intrincado conjunto de reglas que condiciona el desempeño administrativo, aun cuando seguimos bajo la sombrilla del mismo Estado.
Fue necesario mover todo el aparato institucional para impulsar un proyecto de ley que permitiera el uso del terreno en poder de una entidad municipal para ser utilizado por el Ministerio de Obras Públicas y Transportes (MOPT). También, el Estado es uno, pero mientras el presupuesto del Gobierno Central es aprobado por la Asamblea Legislativa, el de las instituciones desconcentradas y descentralizadas corresponde a la Contraloría General de la República, y exime a esta última de las particularidades del trámite legislativo.
Otro caso del llamativo desdoblamiento del “cuerpo indivisible” se muestra cuando ocurre un daño en alguna carretera, problema al que se añade la inexistencia de claridad en torno a cuál entidad corresponde la reparación, sea entre una municipalidad o el Conavi, o entre dos municipalidades.
A esta altura y con la experiencia acumulada, debería ser simple resolver tales casos sin mayor trámite, pues a los ciudadanos les precisa una solución, más allá de la institución por medio de la cual tenga lugar.
Hoy más que antes, diversas entidades recopilan y manejan múltiples datos para el cumplimiento de sus funciones, los cuales, con las reservas requeridas, deberían ser compartidos con otras autoridades con facilidad e impulsar un proceso de toma de decisiones ágil y fundamentado; no obstante, en ocasiones, la decisión de compartir información toma un largo proceso hasta su concreción, porque las valoraciones jurídicas o el instrumento por emplear atan el resultado.
Estos ejemplos y otros muestran una pérdida de unidad en la actuación del Estado, que profundiza cada vez más la segmentación, incentiva que la autorización o el permiso dentro de la propia Administración Pública para actuar ocupe un lugar prioritario, que la responsabilidad se diluya y privilegie el formalismo a la realidad o el fin perseguido. Es decir, un atentado contra las reglas más básicas de la eficiencia.
Así, la reforma estatal no debe quedar en las grandes categorías o conceptos, sino que debe volver sobre las reglas elementales de operación de las instituciones y contribuir a flexibilizar su funcionamiento, facilitar la relación entre entes públicos mediante la simplificación de trámites y robustecer el fin público por encima de esa marcada tendencia a enfrascarnos en extensas discusiones jurídicas mientras el problema espera una solución.
Si en todos los niveles del Estado de forma permanente se evaluara qué se hace y por qué, resultarían sorpresas de los cambios posibles por fórmulas más sencillas. A este propósito contribuiría una reforma que incorpore un marco renovado de reglas que rijan las interacciones entre entidades públicas, desarrolle el principio de simplicidad, limite el uso de la figura de convenios para aspectos esenciales y las autorizaciones dentro del mismo Estado, y someta a los órganos de coordinación (comisiones, consejos, comités) a plazos y evaluación de resultados por un tercero.
El autor es politólogo.