La teoría económica nos recuerda que, para crear riqueza, las sociedades echan mano de los recursos naturales, el capital y el trabajo. Sin embargo, se ha demostrado estadísticamente que, en la actual era del conocimiento, el principal motor que genera la riqueza es el trabajo, traducido en servicios y creatividad humana.
La economía de la información ha demolido todos los viejos supuestos de la economía industrial. Entre otros, aquel de que los motores de la riqueza ya no son primordialmente los tradicionales factores de tierra, capital y mano de obra, para ser ahora la inventiva y el trabajo en servicios complejos, característicos, ambos, de la economía del conocimiento.
Iniciativa y riqueza. Cuando, en el 2004, los compradores se peleaban por las acciones de Google, estaban compitiendo por invertir su dinero en una empresa cuya propiedad y operaciones son prácticamente intangibles. Por ello, la nueva verdad que la economía del conocimiento ha hecho surgir es que el grueso de la riqueza –hoy más que nunca– la crean los ciudadanos a través de su propia iniciativa. Esto, por cuanto la naturaleza estructural de los Estados les impide a las administraciones públicas generar la iniciativa indispensable para crearla. Los Estados no están estructuralmente diseñados para las actividades de creación, que es lo que hoy genera la riqueza. Que lo digan los venezolanos.
Por ese motivo, en su obra La revolución de la riqueza , Toffler se quejaba de que la economía del conocimiento no surgió a merced –sino a pesar– del inmovilismo propio de una suerte de rígor mortis jurídico. Cuando las instituciones públicas no están en la misma sincronía o velocidad que exige la actual economía del conocimiento, es imposible que una economía progrese. Mientras la economía generada por la inventiva y el esfuerzo del sector privado demanda un ritmo acelerado y constante, le obstruye el paso un Estado cada vez más obeso, lento y anquilosado, no solo porque transita muy por debajo de la velocidad recomendada para conquistar el desarrollo, sino porque, además, impone obstáculos, traducidos en cada vez más cargas tributarias y regulaciones.
Un dato confirmador de lo anterior es que, en las economías prósperas, el porcentaje de población económicamente activa que labora en la función pública es mucho más limitado respecto al resto de la población incorporada a la privada. Por ello, un atentado directo contra la prosperidad es el uso irracional y desequilibrado de los recursos por parte del Estado. Esta situación es particularmente preocupante, si reconocemos una verdad de Perogrullo: no hay forma de salir de los baches económicos, sino mediante la creación de riqueza.
Racionalidad del gasto. Y ¿qué nos dice nuestra Constitución al respecto? El título XIII constitucional establece el ideal de la racionalidad del gasto público. Tal principio refiere a la inconveniencia del gasto público que carece del respaldo financiero de ingresos sanos. Cualquier otra interpretación es contraria al derecho de la Constitución. El coherente acatamiento de este parámetro le hubiese evitado a la clase política caer en los excesos que nos han arrastrado a la actual crisis fiscal.
Coincido con don Johnny Meoño cuando afirma que, más que un problema de leyes, lo que tenemos es un problema de no aplicación o inobservancia de ellas. Y buena parte de lo que nos arrastró a tal desequilibrio es el prejuicio ideológico. Más ha valido aquí una lectura, a pie juntillas, de lo que hace 78 años dijo Keynes, que los principios económicos estatuidos en la Constitución misma. Nadie objeta las bondades del gasto público en infraestructura, en educación o en investigación científica, pero, si el gasto no coadyuva a la generación de riqueza y desarrollo, entonces resulta insensato aplicar al pie de la letra las añejas teorías propulsoras del dispendio público.
El gasto no es una acción bienhechora en sí misma. Incluso, desde hace muchos años, el grueso de los recursos se ha aplicado en un improductivo gasto corriente. Por eso me referí a la inconveniencia de hacer una lectura de Keynes a pie juntillas. Y es que las teorías del célebre economista no deberían recetarse como una pomada canaria, menos si se aplican contradiciendo los principios constitucionales de equilibrio fiscal. No se niega el hecho de que las ideas de Keynes se han implementado exitosamente en determinadas etapas históricas, pero no menos cierto es que ellas arrastran tras de sí otros perniciosos lastres. Su mayor problema es que no es una doctrina ética con las futuras generaciones. Está sustentada en el lastre del inmediatismo.
Cuando se promueve el gasto público sin respaldo, como si el gasto fuese una acción bienhechora en sí misma, se compromete el bienestar de nuestros hijos. Incluso, crueles civilizaciones antiguas como la grecorromana valoraban celosamente el principio de paternidad y de herencia. Entendían que no se recoge lo que aún no se ha sembrado, y que la semilla, como tal, no se consume, sino que se planta para continuar con el ciclo vital. Ante la cuestión acerca de las dañinas consecuencias futuras de una peligrosa política tributaria creciente y un gasto ascendente, el economista replicó con su célebre frase: “A largo plazo, todos estaremos muertos”. Ahí está encerrado el germen de su ignominiosa filosofía inmediatista y unigeneracional.
Cuando los ciudadanos, y, en especial, los padres de familia, no piensan más con una visión de futuro y de herencia a través de la acumulación de bienes a largo plazo y, por el contrario, se sumen en el consumismo inmediato, la pérdida de sacrificio generacional es absoluta. La política de gasto y de impuestos crecientes atenta contra el sano ideal de herencia generacional y, por ello, es contrario al derecho de la Constitución. Es maximizar los resultados a corto plazo, aunque las consecuencias futuras sean desastrosas.
Delegar en el Estado. Pero hay más razones para defender el ideal constitucional de limitación del gasto público. La lógica perversa que hay detrás de una política de gasto público y de impuestos crecientes radica en la idea de que el ciudadano delegue su responsabilidad y su iniciativa particular en el Estado. A cambio de esa delegación de responsabilidad e iniciativa, el ciudadano, despojado ya de ellas, espera del Estado la solución a sus problemas sociales e individuales. Es la proscripción del principio de responsabilidad individual. La perversión de esta tesis la confirman los estudios económicos.
Para la mayoría de los estudiantes serios de la planificación, son familiares los informes como el publicado por Charles Murray en su libro Perdiendo terreno . Allí se demuestra la total futilidad de gastos públicos como el de la asistencia social incondicional. Por lo general, los receptores de ese tipo de asistencialismo pierden el sentido de responsabilidad individual y se sumen en una pobreza mayor. En síntesis, la filosofía de ese celo estatista radica en la convicción de que el cambio no vendrá a partir de la consciencia y la iniciativa responsable del ser humano, sino desde afuera, desde esa entidad engañosamente todo poderosa, a la que popularmente llamamos “Gobierno”. Lo grave es que maleducamos al pueblo transitando por ese camino.