GINEBRA – La crisis de refugiados que afecta al mundo suele medirse en números. Pero para los jóvenes refugiados que se pierden una educación, también se puede hacer seguimiento con una métrica irreversible: el paso del tiempo. De los 17,2 millones de personas que la oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) es responsable de proteger, más o menos la mitad tienen menos de 18 años de edad; es decir, toda una generación de jóvenes, que ya ha sido despojada de su infancia, corre riesgo de quedarse también sin futuro.
Buena parte de la población de desplazados del mundo está compuesta por niños en edad escolar. Se calcula que a fines del 2016, había 11,6 millones de refugiados en situación de “desplazamiento prolongado”: lejos de sus hogares por más de cinco años y sin “perspectivas inmediatas” de regresar. De los cuales 4,1 millones han sido refugiados por al menos 20 años, más que el tiempo que pasa en la escuela una persona promedio.
La importancia de la educación de los refugiados es evidente. La niñez es el tiempo de aprender a leer, escribir, contar, preguntar, evaluar, debatir, calcular, establecer empatía y fijarse objetivos. Estas destrezas son especialmente importantes para quienes tendrán la responsabilidad de reconstruir sus países cuando regresen. Además, la educación ofrece a los niños refugiados un espacio seguro en medio de la conmoción del desplazamiento. Y también puede colaborar con el desarrollo pacífico y sostenible de las comunidades que abrieron sus puertas a las familias desplazadas.
Por desgracia, para muchos de los 6,4 millones de refugiados en edad escolar que actualmente están bajo responsabilidad del Acnur, el acceso a la educación sigue siendo un lujo. La tasa mundial de escolarización primaria es de 91 %, pero entre los niños refugiados se reduce a 61 %, y a 50 % en los países de bajos ingresos, donde vive más de un cuarto de la población desplazada del mundo. Y la brecha educativa aumenta con la edad. En el caso de la escuela secundaria, la tasa para los adolescentes refugiados es 23 % (contra 84 % mundial) y apenas 9 % en los países de bajos ingresos.
En cuanto a la educación postsecundaria (la fragua de los líderes del mañana), el panorama es desolador. Cerca de un tercio de los jóvenes del mundo estudian una carrera universitaria o algún programa de formación avanzada; pero a pesar de becas y otros incentivos, ese porcentaje entre los refugiados es un mero 1 %.
En setiembre del 2016, políticos, diplomáticos, funcionarios y activistas de todo el mundo se reunieron en la ONU para trazar soluciones a los problemas de los refugiados. El resultado fue la Declaración de Nueva York para los Refugiados y los Migrantes, firmada por 193 países, que destaca la educación como un elemento crucial de la respuesta internacional. Además, uno de los diecisiete Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) de la ONU para poner fin a la pobreza y promover la prosperidad de aquí al 2030 demanda “educación inclusiva, equitativa y de calidad y promover oportunidades de aprendizaje durante toda la vida para todos” (ODS 4).
Pero a pesar del amplio apoyo a la Declaración de Nueva York y a los principios establecidos en el ODS 4, los jóvenes refugiados siguen en riesgo de quedar rezagados. Es hora de que la comunidad internacional acompañe la retórica con acciones.
La educación debe convertirse en parte integral de la respuesta de emergencia a cualquier crisis de refugiados, y hay que dar prioridad al aprendizaje en el aula, para facilitar un ambiente seguro y estable para los refugiados más pequeños. La educación es una necesidad básica para los refugiados, porque no solo imparte habilidades vitales, sino que también promueve la resiliencia y la autoconfianza, y ayuda a resolver las necesidades psicológicas y sociales de los niños afectados por conflictos.
La provisión de oportunidades educativas a los jóvenes desplazados demanda planificación e inversiones a largo plazo, no puede ser un mero apéndice. La financiación de la educación de los refugiados debe ser sostenible, previsible y holística, tanto para que los sistemas educativos de los países anfitriones puedan hacer los planes necesarios como para que la escolarización de los niños no se interrumpa si estalla una crisis nueva en algún otro lugar.
También es fundamental que los niños refugiados se integren a los sistemas educativos nacionales allí donde residen. Los refugiados, como todos los jóvenes del mundo, merecen una educación de calidad que siga un currículum acreditado y se base en un sistema de evaluación y promoción riguroso; y los países de acogida son los más indicados para proveer eso. La comunidad internacional puede ayudar dando más apoyo a los agentes educativos, especialmente los maestros, mediante la provisión de una remuneración acorde, materiales de enseñanza adecuados y acceso a asistencia experta.
La educación de los refugiados es una responsabilidad compartida. El año pasado, con la Declaración de Nueva York, los gobiernos de todo el mundo hicieron una promesa colectiva de invertir en los refugiados y en las comunidades que los albergan. La reunión anual de la Asamblea General de la ONU que se celebra esta semana en Nueva York debe ser ocasión para que la dirigencia internacional reafirme ese compromiso. Los jóvenes refugiados no tienen tiempo que perder.
Filippo Grandi es Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados. © Project Syndicate 1995–2017