Desde la llegada al poder de Hugo Chávez en febrero de 1999, el gobierno venezolano fue denominado de muchas formas por quienes lo estudiaron: autoritarismo competitivo, democracia iliberal, régimen híbrido, entre otras. Tras la proliferación de etiquetas estuvo siempre la noción de que, pese a su indiscutible talante autoritario, el régimen chavista nunca erradicó del todo los espacios de contestación a su poder.
Aunque asediados, nunca desaparecieron los medios de prensa críticos. Tampoco desaparecieron las elecciones. Todo lo contrario: se celebraban con inusual frecuencia y, aunque cundidas de un grotesco ventajismo, ofrecían a la oposición la posibilidad de contender, contar sus votos limpiamente y, en alguna ocasión, derrotar al oficialismo.
El ejercicio de poder del chavismo aparecía como abusivo y cuestionable, pero su origen democrático era difícil de refutar. Venezuela no era una democracia liberal, pero tampoco era una dictadura; Chávez no era Lincoln, pero tampoco era Videla.
A la deriva. Desde la desaparición física de Chávez y, sobre todo, desde la contundente victoria obtenida por la oposición venezolana en la elección legislativa del pasado mes de diciembre, la deriva autoritaria del chavismo ha adquirido una fuerza irresistible.
Al desconocer en la práctica los resultados electorales de diciembre y hacer ampliamente evidente en los últimos días que no permitirá la celebración del referendo revocatorio que ha solicitado la oposición, con abrumador apoyo de la ciudadanía, el chavismo ha renunciado al último de sus anclajes democráticos: su adopción de la vía electoral como única forma legítima de acceder al poder y permanecer en él. En Venezuela eso ya no significa nada.
A ello se suma la reciente decisión del presidente Nicolás Maduro de gobernar mediante poderes de emergencia que explícitamente contravienen la Constitución y le permiten, entre otras cosas, reprimir cualquier manifestación opositora en aras de preservar el orden público y revocar cualquier sanción política dictada por la Asamblea Nacional contra un miembro del gobierno. Con esto último se desvanecen las potestades de control político de la mayoría legislativa opositora, las únicas que aún conservaba.
Derogatoria de facto. La utilización de poderes de excepción por parte de Maduro ha sido posible con la venia de unos jueces constitucionales cuya obsecuencia solo es superada por su falta de vergüenza.
Un ejemplo basta para demostrarlo. El artículo 339 de la Constitución venezolana textualmente reza: “El decreto que declare el estado de excepción (…) será presentado, dentro de los ocho días siguientes de haberse dictado, a la Asamblea Nacional o a la Comisión Delegada, para su consideración y aprobación, y a la Sala Constitucional del Tribunal Supremo de Justicia, para que se pronuncie sobre su constitucionalidad (cursiva añadida)”.
Este precepto recoge un control elemental sobre el ejercicio del poder y forma parte, en diferentes versiones, de casi todas las Constituciones democráticas del mundo. Sin embargo, en enero pasado, cuando la Asamblea –ya para entonces con mayoría opositora– intentó improbar un decreto de emergencia promulgado por Maduro días antes, se topó con un muro jurídico infranqueable: para la Sala Constitucional venezolana el control que ejerce la Asamblea es un control político que no puede afectar “la legitimidad, validez, vigencia y eficacia” del decreto presidencial.
En otras palabras, cualquier decisión de la Asamblea de no aprobar el decreto de emergencia es, en la opinión de tan augustos jueces constitucionales, jurídicamente irrelevante. Esta es, ni más ni menos, la teoría constitucional de Humpty Dumpty, el personaje de A través del espejo para quien las palabras significaban lo que él decidía que significaban. Cuando esto sucede, estamos en presencia de una derogatoria de facto de la Constitución venezolana.
Una dictadura. Es tiempo, pues, de sacar conclusiones. Con su desconocimiento del resultado electoral, su decisión de gobernar mediante poderes excepcionales, su evidente disposición de utilizar la fuerza para continuar en el poder y su tácita abrogación de la Constitución, el gobierno chavista se ha convertido en una dictadura, sin atenuantes ni calificaciones. Ni siquiera le faltan, como sabemos, los presos políticos, excreción de toda dictadura que se precie.
De esto se derivan consecuencias. Una importante es que ya no existe ninguna razón –si es que antes la había– para no invocar el artículo 20 de la Carta Democrática Interamericana, que permite a cualquier Estado miembro de la OEA o a su secretario general solicitar la convocatoria del Consejo Permanente de la institución, en caso de que en algún país “se produzca una alteración del orden constitucional que afecte gravemente su orden democrático”.
Aún más, el artículo 21 de la Carta permite convocar a una Asamblea General extraordinaria para suspender a un Estado miembro en el que “se ha producido la ruptura del orden democrático”. A la luz de lo que estamos presenciando, Venezuela debe ser suspendida de la OEA. Otra cosa, por supuesto, es que esto vaya a suceder.
La lista de desilusiones, de muestras de que la región no tiene el temple, aunque sí los instrumentos jurídicos para defender la democracia, ha sido larga y penosa en estos años. Pero estemos claros: el mecanismo descrito lo puede activar de inmediato cualquiera de los 34 Estados miembros, también Costa Rica.
No son buenos tiempos para la democracia en América Latina. Desde el deprimente espectáculo de la destitución de Dilma Rousseff hasta el francamente anómalo proceso electoral peruano; desde la insólita posibilidad de que Daniel Ortega sea candidato presidencial único en Nicaragua hasta la colusión entre organizaciones criminales y políticos en México, los síntomas de deterioro democrático se están multiplicando ante nuestros ojos y es preciso atenderlos.
Pero para hacerlo hay que empezar con un paso elemental: acabar con la farsa de que el gobierno de Venezuela conserva algún vestigio de legitimidad democrática. Maduro ha devenido en Pinochet para nuestro tiempo. Ojalá los gobiernos latinoamericanos lo entiendan así y comprendan que, ante eso, tanto la neutralidad como el silencio son formas de complicidad.
El autor es politólogo.