La mayor riqueza de una nación no está en su economía, sino en su cultura. Si bien es cierto la capacidad financiera ofrece posibilidades materiales, solo los pueblos cultos alcanzan prosperidad, lo cual es un concepto muy superior a la riqueza material.
No quepa duda, la verdadera riqueza de un pueblo es su cultura. Esta ofrece muchas acepciones y no es posible reducirla a una definición, ni encerrar su concepto definitivamente en un artículo. Sin embargo, las evidentes estadísticas del crecimiento de la violencia y del desmejoramiento de la convivencia son prueba irrefutable de descomposición de la cultura nacional.
Por eso, amerita analizar los atributos de esta para discernir entre aquello que la impulsa y lo que, por el contrario, la desmejora.
Propósito. ¿Qué noción nos acerca a ese concepto? La cultura, esencialmente, son principios de vida que tienen como propósito elevar el espíritu y forjar el carácter humano. Su objetivo es enseñarnos a vivir, pues ella forja preceptos y criterios que son indispensables en el camino de la existencia.
No es creadora de opiniones, sino de convicciones. Para levantar portentos como la catedral de Milán o la de Colonia, no bastan las opiniones, que es lo usual en el hombre contemporáneo, sino las convicciones, y estas solo son posibles en el entorno de la cultura.
En nuestro transitar, ofrece una suerte de mojones que otorgan pistas, vestigios, indicios, que nos guían durante las oscuridades de la senda vital.
Por ello, los valores culturales se transmiten primordialmente en el hogar, de generación en generación, y están necesariamente asociados en función de una espiritualidad con vocación de bien.
Es la razón por la que Vargas Llosa nos recuerda que ni siquiera la instrucción regular, sino la familia y la iglesia, son las únicas transmisoras de la cultura, pues, como bien él lo indica, no debe confundirse cultura con información.
Por eso, “cuando la familia deja de funcionar adecuadamente –sostiene el nobel– el resultado es el deterioro de la cultura”.
Recapitulemos entonces: por su vocación espiritual, la cultura implica principios anteriores al conocimiento; una sensibilidad y un cultivo de las formas que introyectan, dan orientación y sentido a la información.
No es una noción tan simple como lo cree Dietrich Schwanitz, quien redactó un libro en el que pretendió encerrar todos los datos que según él, son la cultura.
Atributos. Ahora, repasemos algunas de las propiedades fundamentales de ella. En primer término, el orden es uno de sus atributos básicos. El concepto más antagónico a la cultura es la anarquía.
Por eso, la protección de la familia, la devoción patriótica y su acervo, el respeto por lo que es digno de reverencia para los demás y para sí mismo, la debida honra hacia quienes ejercen la dignidad de los cargos de responsabilidad pública nacional, el estímulo a las instituciones que promueven los valores espirituales de la comunidad y la confianza en las instituciones que garantizan la libertad, la solidaridad y la justicia, son aspectos fundamentales para sostener la cultura.
Pues si no hay un respeto básico a las instituciones fundamentales de la sociedad, el sentido de la política no será la virtud, sino el poder; un escenario tenebroso.
Vocación de bien. Una segunda cualidad de la cultura es su vocación espiritual hacia el bien, porque el odio o la maldad no procrean cultura. Ella es una construcción con vocación de permanencia en la historia, y al igual que sucede con la falsedad, lo que el odio construye no prevalece en el devenir de los tiempos.
Por otra parte, a diferencia de lo que sucede con las ideologías, con las filosofías, o, peor aún, las supersticiones, la cultura es legítima formadora de criterio, pues todas las anteriores crean teorías, convicciones temporales y parciales, o incluso pasiones, pero la cultura forja criterios de discernimiento, lo cual es una herramienta superior para valorar la existencia.
Igualmente, una característica primordial de la cultura es que en ella no es posible la inmediatez. La incultura es presentista, no así la cultura, que necesariamente abreva del pasado, pues es portentosa construcción que se forja en procesos. En gradualidades. En pequeños cincelazos durante el discurrir de las edades.
Por ello, la cultura es inviable sin el antecedente de una tradición previa. A quien decide cultivarla, le es inconveniente una actitud reactiva o reticente contra su propia identidad, o contra su acervo, tradición e historia. Proscribir el pasado, o pretender clausurar el acervo que forjó lo que somos, no es sino una propensión inculta.
Subordinación. Otra singularidad de la cultura es su capacidad totalizadora, más no totalitaria. No es totalitaria porque, como vocación espiritual que es, está subordinada a la libertad.
Por esa propensión totalizante, involucra aspectos tan aparentemente nimios como las maneras de urbanidad, o incluso las formas de conducta en la mesa. Y en tanto hija de la libertad que es, por la cultura se debe morir, pero nunca matar. La cultura es defendida por héroes dispuestos a morir por ella, pero en la decadencia, los fanáticos están dispuestos a matar por aquello que a cualquier costo desean imponer.
Es la razón por la cual la cultura hace héroes, a diferencia de la contracultura, que hace fanáticos. A este atributo de la cultura se le suma una singularidad mayor que amerita analizarse: en la cultura, la idea y el concepto de la verdad en libertad es venerado. Por el contrario, la contracultura relativiza la verdad, con lo cual la prostituye.
Tanto la autoridad, la jerarquía, como también las categorías, dependen de una única piedra angular: esa piedra es la verdad. ¿Por qué? Donde no hay verdad alguna, o allí donde relativizarla es hábito, no es posible la existencia de una escala de valores y menos aún el ideal de la “común-unión”.
Y donde no se estiman los valores, ni se reconocen sus categorías, es imposible la autoridad o la jerarquía. Allí, incluso lo vulgar cobra carta de crédito frente a la virtud. Es también la razón por la que la cultura abraza el concepto del progreso y la razón. Lo que no ocurre en las manifestaciones deconstructivas, como por ejemplo, las cercanas al posmodernismo.
Finalmente, como la cultura es exaltación de la virtud, esta implica esfuerzo, lo que contraría al hedonismo de las actuales sociedades de entretenimiento, donde lo único legítimo y políticamente correcto, lo que debe imponerse, es lo que provoque goce a los sentidos primarios. La moral de mínimos.
El autor es abogado constitucionalista.