Cuando Sadam Huseín fue derrocado, las estatuas que había erigido en su honor por todo Irak fueron derribadas por quienes habían sufrido su puño de hierro. Ni siquiera aquellos que se opusieron a la invasión estadounidense pudieron evitar sonreír al ver la efigie del dictador literalmente bajo los pies del pueblo. Nadie planteó que los iraquíes estaban borrando su historia o faltando el respeto a quien fue durante 24 años presidente de Irak: todos conocían los crímenes de Huseín, y el momento fue visto como una emancipación.
Sin embargo, cuando hoy se cuestionan estatuas que conmemoran hechos o individuos que, gracias a una mejor comprensión histórica, son criticados o directamente condenados, surge un coro de voces en contra. Es el caso de Carlos Alberto Montaner, quien en su artículo del 29 de octubre pide que no se toquen las estatuas, monumentos y calles que conmemoran figuras de dudosa legitimidad, como Robert E. Lee o Cristóbal Colón. Argumenta que no se puede borrar la historia, dejando de lado que recordar no equivale a celebrar, y que la historia constantemente se reescribe desde el presente.
La mayoría de los personajes de la historia no son recordados más que en las páginas de algún libro. Cuando se erige una estatua, se celebra una figura o acontecimiento que representa a una sociedad y sus valores. A menudo, sin embargo, esos valores no sobreviven al paso del tiempo.
Tomemos el caso de Robert E. Lee, general de las tropas confederadas a quien Montaner describe como un “patriota austero y laborioso” y un “pequeño esclavista”, como si eso fuera menos repugnante que un “pequeño” violador o un “pequeño” asesino ya que, contra lo que se muestra en Lo que el viento se llevó, la esclavitud no era una mansa servidumbre sino un sistema para comprar, vender y manejar personas como si fuesen animales.
Esclavista. Lee no es recordado por una razón cualquiera, sino por haber sido el líder del mayor esfuerzo militar para sostener la esclavitud como institución. La idea de que Lee no compartía los espantosos ideales de la Confederación se ve refutada por sus acciones: cuando invadió Pensilvania, esclavizó a negros libres y los mandó de vuelta al sur; en 1864, después de una batalla, sus tropas masacraron sin piedad a los soldados negros que querían rendirse.
Muchos han difuminado, por razones ideológicas, la verdadera causa de la guerra y, por ende, la causa por la que peleó Lee, pero basta con leer lo que declaró el estado de Misisipi al separarse de la Unión: “Nuestra posición está cabalmente identificada con la institución de la esclavitud”. Más que como “Guerra de Secesión” cabría definirla como “traición en defensa de la esclavitud”: no fue un conflicto entre bandos equivalentes, y una perspectiva correcta se acercaría más a la imagen que tenemos de la Segunda Guerra Mundial, donde los crímenes de guerra de los aliados no son comparables con los horrores de la Shoah. Celebrar a Lee es celebrar la Confederación y, por lo tanto, celebrar la esclavitud.
Sed de lucro. El caso de Cristóbal Colón nos toca más de cerca. Aunque es posible admirar las aptitudes marítimas del Gran Almirante, no se puede ocultar el propósito que lo guiaba: una sed de lucro que, ante la ausencia de especias y la relativa escasez de oro, buscó saciarse con carne humana.
Cuando llegó a Guanahani, en su primer viaje, Colón escribió de sus habitantes que con cincuenta hombres los tendrían todos sojuzgados y les harían hacer todo lo que quisieren. Su punto de vista no admite dudas: veía a los indígenas como un botín para ser explotado. A partir de su segundo viaje esto fue, precisamente, lo que quiso hacer, y organizó expediciones militares a lo largo y ancho de la Española para procurarse esclavos.
Celebrar a Colón es celebrar la conquista de América, la destrucción y el sojuzgamiento de las culturas precolombinas. Aceptar estos hechos no es “reescribir” la historia, sino enfrentarla con toda su complejidad. Pretender que no hay una relación directa entre la marginación social de los indígenas y una historia edulcorada donde cumplen el papel de convidados de piedra es querer cerrar los ojos. Que como latinoamericanos descendamos de esa conquista no nos exime de recordarla, sino lo contrario.
Cualquier historia que no resista un escrutinio minucioso no pasa de ser una ficción mal disfrazada. Aquellos que se han beneficiado de narrativas históricas sesgadas y que, como Montaner, se oponen a estas reevaluaciones, pueden protestar y presentarse como víctimas, pero no vale invocar la “tradición” para ocultar el sufrimiento y la sangre. Al final del día, toda estatua que glorifique un crimen merece morder el polvo.
El autor es traductor y profesor.