Ingresé a la universidad en una época convulsa. Corrían los años 70, con la visión del Mayo francés apenas a la vuelta. Como resultado, tuvo lugar la mayor revuelta estudiantil y la mayor huelga general de la historia de Francia, y, posiblemente, de Europa occidental. El movimiento estudiantil tuvo influencias del movimiento hippie que se extendía entonces.
Las universidades de Occidente eran una caldera, muy diferente a los regímenes comunistas dentro de la esfera de la Unión Soviética, donde nunca pudo haber disidencia. La libertad de cátedra universitaria se convertía en el altar, donde todo podía cuestionarse, problematizarse.
Cuando pensábamos que todo lo habíamos visto, resulta que asistimos a un acto de barbarie hace pocos años, cuando el Consejo Universitario de la UCR prohibió la participación de un premio nobel, dado que alguna vez opinó “algo incorrecto” sobre la homosexualidad. Parecido aconteció en el año 2013, ante la visita a Costa Rica de Jokin de Irala, invitado por la Asociación Costarricense para el Estudio y la Difusión de la Bioética.
En algún momento me tocó escuchar que un clérigo católico no podía ser invitado a ningún acto universitario porque “siendo una universidad laica” un cura no tenía cabida. Pensé en Benjamín Núñez y la Universidad Nacional. También me tocó escuchar que para aspirar al máximo cargo de determinada institución “había un acuerdo multipartidista para que los postulantes fuesen invariablemente LGTB”.
Censura. Con profunda extrañeza escuché hace unas semanas que la Universidad Nacional cerraba sus puertas a una conferencia que dictaría el intelectual argentino Agustín Laje, quien con Nicolás Márquez comparte autoría de un libro titulado El libro negro de la nueva izquierda. Ideología de género o subversión cultural.
Francamente, pensé que semejante decisión debía producirse ante algo tan trascendente como la publicación de El príncipe, de Nicolás Maquiavelo; Las ruinas de Palmira, de Constantin F. Volney; El manifiesto momunista, de Marx y Engels. Verdaderos revulsivos. Topé con el texto en la reciente Feria del Libro. Encontré una obra profusamente documentada e interesante, polémica posiblemente, pero jamás para el quilombo que se armó con la visita de su autor. Puede y debe ser leído.
Pareciera que –verbigracia– denigrar los llamados fundamentos de la cultura occidental, a saber, religión, familia y tradición, como lo hace “magistralmente” Engels y las llamadas “redes sociales” todos los días, es “libertad de expresión”, pero cualquier alusión a la problemática LGTBI resulta que es discriminación y debe ser penada por el Estado. En contraposición, cualquier manifestación de contracultura, por escandalosa que fuere, será una muestra de libertad. Así no se vale.
Explicación. Ahora bien, los autores nos recuerdan que “ante la ausencia de la contención soviética y la consiguiente necesidad de solucionar ese vacío, las estructuras de izquierda tuvieron que fabricar onegés y armazones de variada índole, acomodando no solo su libreto, sino su militancia, sus estandartes, sus clientes y sus fuentes de financiamiento… la izquierda dejó de reclutar “obreros explotados” y comenzó a capturar almas atormentadas o marginales (…) que poco o nada tenían que ver con el stalinismo, sino con la ‘inclusión’ y la ‘igualdad’ entre los hombres: indigenismo, ambientalismo, derecho-humanismo, garanto-abolicionismo e ideología de género (esta última a su vez subdividida por el feminismo, el abortismo y el homosexualismo cultural) comenzaron a ser sus modernizados cartelones de protesta y vanguardia”. Todo esto se resume en “marxismo cultural e ideología de género”.
En perspectiva, ojo con el expediente legislativo 20.174, Ley marco contra toda forma de discriminación, racismo e intolerancia. Es un lobo con piel de oveja que esconde precisamente estas banderas.
El autor es profesor universitario.