Empiezo a escribir este artículo poniendo a prueba mi memoria, librando un pulso con mi retentiva …
Si mi capacidad de recordar no me falla, fue en el auditorio de la Universidad de Georgetown, ubicada en Washington D. C., donde tuve el privilegio de conocer al gran oceanógrafo francés Jacques-Yves Cousteau.
Me atrevo a afirmar que el grato encuentro con esa respetada autoridad de la exploración, investigación y conservación marina tuvo lugar entre 1995 y 1996, hace casi 30 años.
En ese entonces me desempeñaba como uno de los reporteros de temas políticos del diario La Nación, y como tal se me asignó la cobertura periodística de una gira del presidente José María Figueres Olsen a los Estados Unidos.
La agenda de ese viaje incluía una visita a la Universidad de Georgetown, donde el mandatario costarricense participaría en un acto con quien fue un destacado miembro de la National Geographic Society.
Creo que mis neuronas aciertan al enmarcar esta evocación entre los años 1995 y 1996, pues aunque Figueres gobernó Costa Rica desde mayo de 1994 hasta mayo de 1998, Cousteau murió el 25 de junio de 1997, a la edad de 87 años.
Lo que sí rememoro con absoluta certeza fue la primera impresión que tuve al ingresar en el auditorio mencionado: la elegancia en el vestir marcaba la pauta. Primaba el buen gusto entre los cientos de asistentes al acto.
Tan impresionado estaba yo con la distinción y el refinamiento de los trajes, conjuntos y vestidos que, antes de ocupar mi butaca, me mantuve de pie unos cuantos minutos, contemplando y admirando aquella exhibición de garbo y estilo.
La ceremonia no había sido concebida y organizada como un desfile de modas, pero resultaba imposible que retinas, córneas y pupilas no se deleitaran con los colores y diseños sobrios de las telas que lucían jóvenes y adultos, alumnos y profesores.
Maravillosa escena
Anclaba la vista también en zapatos, corbatas, corbatines, pañoletas y otras prendas que hablaban muy bien del trabajo profesional y riguroso de sastres y modistas.
Una y otra vez me decía a mí mismo lo acertado que había sido pedirle a una amiga con buen gusto que me acompañara a comprar un traje entero y dos camisas pocos días antes de aquel de viaje de trabajo.
“Si bien no soy Christian Dior ni Giorgio Armani, puedo estar tranquilo porque no desentono en esta fiesta de la elegancia”, pensaba ya sentado en mi butaca.
No tengo por qué poner en tela de duda la fidelidad de mi retentiva con la maravillosa escena que tuvo lugar a continuación y que me dejó con la boca abierta: Jacques-Yves Cousteau, el plato fuerte del acto, entró en el auditorio luciendo su habitual indumentaria de buzo azul, tenis blancos y gorro de lana rojo.
Aquí no hay espacio para pruebas ni pulsos con mi memoria: el instante fue escrito con tinta indeleble en mi cerebro.
La concurrencia, derroche de elegancia, se puso de pie y ovacionó a aquel oceanógrafo de vestimenta modesta que visitó varias veces la Isla del Coco a bordo del Calypso, su buque de investigación, y que se dio a conocer a nivel mundial con una serie documental de televisión que no nos perdíamos en casa: El mundo submarino de Jacques Cousteau.
Aún mayor fue la aclamación que se le tributó cuando terminó de pronunciar un discurso lleno de conocimiento, sabiduría, desafíos y visión de futuro y humildad.
Ese día aprendí que la elegancia es importante, pero la esencia lo es aún más. La primera de ellas es forma, distinción, en tanto que la segunda es sustancia, trascendencia.
¿Cómo no iba a recibir una lección de fondo del francés que desentrañó muchos de los profundos secretos y misterios del océano y nos enseñó a ver el mar?
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José David Guevara Muñoz es periodista.
