Empecemos con un juicio, como en la novela de 1850, La letra escarlata , de Nathaniel Hawthorne y preguntémonos si los acusados están allí porque lo merecen, porque lo desearon o porque erraron. Es más, hagámoslo público, en la plaza principal, y que todo aquel que lo presencie se pregunte “¿por qué lleva una letra ‘A’ roja en su pecho? (o más de acuerdo con nuestra época ¿por qué porta un brazalete electrónico en su tobillo?).
El uso de tecnologías en la administración del sistema de justicia penal no es nuevo. Gobiernos en todo el mundo han adoptado el uso de brazaletes electrónicos de vigilancia como medida sucedánea a la pena carcelaria. Portugal, Colombia, Suecia, México y Chile tienen experiencia en la implementación de estos métodos.
En nuestro país, la medida tiene el apoyo de algunos sectores y del Gobierno, incluso algunos de los candidatos han considerado este método como solución a los problemas penitenciarios; lo mismo opina la Defensoría de los Habitantes y el Ministerio de Justicia.
Pero esta no es más que una medida paliativa, como lo es casi todo en nuestro país, acoquinada e insuficiente. No enfrenta el problema central, que es sistémico e infraestructural, y utiliza el sistema penal como barrera de control social institucionalizado.
Opción infrahumana. El fiasco será mayor, en la medida en que ya el sistema penitenciario no se perciba como ultima ratio, sino como un brazo que fustiga y censura inexorablemente. Cada brazalete, cual sugestiva “A”, bordada con irónicos hilos de oro, nos anuncia un estigma, una tacha de infamia y una huella profunda que lastima más allá de la autodeterminación humana, y lleva a su portador hacia ámbitos de constante pasión extática, como algún Cristo humillado.
Sin embargo, no se considera que esta solución electrónica acabe con la igualdad del individuo, victimizado y vulnerado, por cierto, por este sistema ignominioso, por cumplir apenas con el tipo histriónico del delito y una capacidad intrínseca, automática, de generar antipatía: una figura de enemigo. Y la ceremonia de apoteosis culmina con aquellas figuras extrañas, abanderados de cada cuatro años que se atreven a decir que “consideran buena esta medida”.
No solo estamos en presencia de una medida inconstitucional por definición sino inicua en todas sus partes que irremediablemente representaría el devenir de una política del estigma y una fábrica de infrahumanidad en la que se juega con la angustia, el miedo y la venganza decantadas en un brazalete o, como Hawthorne dibujó, en una letra escarlata.
Creer que el poder punitivo es solo para los presos es el error de quienes atienden los clamores y calenturas populares. En Costa Rica aún hay juicios represivos y estereotipos decimonónicos. Portar un brazalete lacera al individuo que termina viéndose a sí mismo como el resultado de una comparación con una demanda de roles insatisfecha, al que la sociedad verá como un esclavo del sistema penal, que debe pagar, que debe ser azotado y agachar la cabeza permanentemente.