Nunca supe cómo sostenía sus anteojos en la punta de la nariz. Portaba el lápiz de sacar las cuentas en una oreja y por lo general vestía camisa blanca y mangas arrolladas. Así recuerdo a don Herminio en el mostrador de La Pascua, donde envolvía el pan, rodajas de mortadela, el paté y la jalea de guayaba que untaba por onzas en pliegos del mismo papel del pan.
Don Herminio y su esposa, doña Rosa, atendían en la principal pulpería de mi barrio, en San Francisco de Goicoechea, detrás de la iglesia de ladrillo, bellísimo templo católico que sigue ahí, viendo pasar el tiempo, como la Puerta de Alcalá. Hablo de mi niñez y de un ayer cuya lejanía de retrato en sepia sigue indeleble en el fondo de mis recuerdos.
He escrito en distintos espacios acerca de ese barrio bucólico al que continúo ligado como el Macondo de mi realismo mágico. La callecita empedrada de la esquina del templo, 75 metros al norte, conducía a la casa de madera donde nacimos los primeros tres de cinco hermanos, de modo que, aunque ignore en qué lugar del mundo voy a morir, sí puedo precisar el sitio donde doña Amable, conocida partera de la época, atendió a mi madre cuando nací.
No contábamos con refrigeradora en la mayoría de las casas de San Francisco, dado que el alto precio del electrodoméstico estaba fuera del alcance de familias como la nuestra. Por esa razón, las compras de lo indispensable eran cosa de todos los días y de ahí el crédito con libreta que don Herminio y otros pulperos ofrecían a la clientela. Con su trabajo de oficinista, mi papá sostenía la economía familiar y mi mamá hacía malabares con el presupuesto. Los días de pago cancelaba lo fiado en la pulpería; borrón, cuenta nueva y otra vez los mandados con libreta y ferias de maní o confites de mantequilla.
Situado a menos de diez minutos a pie desde barrio Amón, el nuestro era un lar campestre de clase trabajadora. En el potrero, o el tajo, como le llamaban, carretas con bueyes y reses pastaban entre semana, porque el domingo había fútbol interdistrital con marcos de madera, redes de cabuya y cal viva que los jornaleros de la hacienda Tournón utilizaban para marcar la cancha.
Nuestra vecina más cercana en el afecto era Marta Muñoz, fina costurera, noble, gentil y hacendosa, quien le alquilaba un cuartito a Maruja Trejos, servidora del Teatro Nacional, dama solitaria y culta, capaz de interpretar zarzuelas que se sabía al dedillo de tanto trajinar entre bastidores del gran teatro.
Los matices de mi barrio empezaban en una de las ventanas de la casa de doña María. Ahí exhibían para la venta papelotes y cometas con los colores de los equipos de fútbol, artilugios de fantasía que poníamos a volar en el potrero de las mejengas y correrías infantiles.
Seres cotidianos constituían la variopinta población de un barrio que también contaba con figuras conocidas. Carlos Andrés Pérez, político y periodista venezolano exiliado, era cliente de La Pascua, con libreta y todo. Antonio Meléndez, el popular Chungaleta de la televisión nacional, radicó un tiempo cerca de la iglesia. En su niñez y adolescencia, Julita Cortés, diva de Los Machucambos, frecuentaba la hermosa residencia de su tío abuelo Claudio Cortés Castro, al costado sur de la iglesia y, en una conversación reciente con el escritor Mario Zaldívar, supe que en San Francisco también radicaba Johnny Quirós, compositor costarricense de fama internacional. Felipe Pirela, Pedro Vargas y Javier Solís, entre otros, interpretaron sus creaciones.
Ofelia Corrales, médium reconocida a quien solían consultar los hermanos Federico y Joaquín Tinoco, también residía en San Francisco, un barrio tan particular que, mire usted, de cuentas y borrones en una libreta de pulpería han surgido, entre líneas, otros hechos y personajes inéditos. Por eso y más estoy plenamente convencido de que mil y un espíritus habitan en parajes ignotos de esta vida interminable.
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Roberto García H. es periodista.
