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La magia del Magirus Deutz

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Cuando leía las palabras Magirus Deutz me quedaba de una pieza. En la infancia todo fascina; lo bueno y lo menos bueno. Así, ciertos camiones que circulaban por Alajuela, cuando yo era pequeño, me embobaban no solo por el diseño del capó o la rejilla del motor, sino también por la marca. Vi fotos y alguno que otro afiche no sé dónde que reavivaban mi interés. La fórmula Magirus Deutz era intrigante, como si me arrastrara a una poética de los nombres.

Eran los años de la posguerra (después lo supe). Por aquella época un sobrino de mi abuela tenía un almacén (no recuerdo si de electrodómesticos) en cuyas paredes colgaban fotografías de la Segunda Guerra Mundial. Los aviones volaban hacia el cielo raso, los tanques y ejércitos marchaban de una puerta a la ventana, las armas estallaban sobre los dinteles.

En aquel entonces, yo no podía contextualizar esa información, pero en la memoria se fue almacenando una especie de estereotipo mezclado con curiosidad y un deseo, un pequeño deseo impreciso que más adelante se me aclararía y tomaría forma cuando apareció, en mi primer año del colegio, un compañero proveniente de Colonia, a quien el profesor de Matemáticas le hablaba en alemán. De nuevo la curiosidad. Quería conocer el país de las máquinas que me picaban la imaginación.

Un día, al cabo de los años, comprendí que me habían mal alimentado los estereotipos y que buena parte del conocimiento que adquirí después me sirvió para entender por qué los alemanes, como Nación y Estado, como país, como personas, se han esforzado por sacudirse estereotipos y organizar su propia memoria.

Muchas hojas del calendario tendrían que pasar hasta que llegó el día en que viajé a la patria del Magirus Deutz. Hice estudios en Maguncia gracias a una beca del Servicio Alemán de Intercambio Académico (DAAD), antes de empezar la presencia formal del servicio en Centroamérica, hoy hace treinta años.

Metamorfosis. El camión mágico y las fotografías de mi infancia sufrieron una metamorfosis, pero no la del desdichado personaje de Kafka, sino la que me llevó a estudiar la condición corporal del ser humano en Edmond Husserl, para mi tesis de doctorado. Fueron años de aprendizaje, duros. Desde aquellos días empecé a comprender mejor a ese país que se convirtió en horizonte de vida; también conocí sus defectos y, sobre todo, las virtudes tan importantes para catar la Alemania contemporánea.

Durante los años de estudio junto al Meno, no fui a Berlín, destino no sé si decir inevitable por su embate histórico y condición emblemática. Fue años después, durante una estancia como profesor invitado en Giessen, cuando me decidí a visitar la ciudad del muro. Guardo recuerdos mezclados y dispares de esos días. Vienen a la memoria, cabalgando en desorden, las imágenes de la Isla de los Museos, el Lustgarten con el masivo Dom a un costado y, en el otro, la exquisita fachada del Altes Museum.

Visité en aquella época y volví a ver después los restos de Babilonia reconstruidos en el Museo de Pérgamo, el altar con sus dramáticos altorrelieves, así como también vi obras de Dario Fo y Bertolt Brecht en el Berliner Ensemble y disfruté sentado en el suelo de la Schaubühne, teatro de vanguardia entonces, una versión moderna del Agamenón.

Recorrí muchas veces el Kurfürstendamm, el Spree... y el muro: no el muro como tal, físico, sino el muro que separaba realidades humanas. Ese Berlín también era Alemania: la arquitectura, las artes, pero además la violencia regulada, contenida, partida en dos con hierro estalinista. El muro fue un frente a frente irreductible que se podía vivir en la propia carne al cruzarlo, por ejemplo, por el paso subterráneo de la Friedrichstrasse, del cual tengo recuerdos desagradables que recogí en un relato.

Como muchos lectores, fui parte de hechos que enriquecen los recuerdos personales, pero que también acusan el espíritu de una época contradictoria y apasionante. Puedo enumerar recuerdos. En Maguncia conocí un coletazo del muy parisiense Mayo 68: estudiantes de pelo largo ocupaban el campus cargados con consignas políticas casi subversivas, mientras, al mismo tiempo, los alumnos checos celebraban mitines de lamentación por la marcha de los tanques soviéticos sobre Praga.

Al lado de la política —otra forma madura de la política— asistí a cambios notables en la autopercepción de la mujer y su proyección desafiante. Un día, como por consigna, todas las estudiantes llegaron a la Universidad sin brasier –acto notable, ostentoso, reivindicativo–.

Experiencias fantásticas. Durante otro viaje, como profesor invitado en Bamberg, el profesor anfitrión me alojó en un seminario católico. Confieso que no sufrí experiencias fantásticas a lo E.T.A. Hoffmann, pero sí otras, también curiosas.

Mejor albergue no podía desear: atención sin tacha, buena mesa en compañía de autoridades eclesiásticas, todas personas de rica conversación. La cena incluía, si uno se atrevía a probarla, cerveza ahumada (la cual, por supuesto, solo tomé una vez en la vida).

Una mañana, una de las monjas, señora tan vieja como los viejos bíblicos, que hacía la limpieza en un voto perpetuo de humildad, me preguntó que por qué nunca iba a misa... a la vez (pienso yo) que me perdonaba los pecados.

Tuve muchas experiencias en Alemania: gracias a las indulgencias de Bamberg sobreviví la colisión contra un camión a 120 kilómetros por hora y mandé a la demolición el BMW alquilado. Sobrevivimos mi amigo Willhem y yo. Me detuvo la Policía de Fronteras en el muro. Me operaron dos veces en Bonn, en estado grave. Fui persona formal en Bonn y Berlín como embajador; recorrí montañas de Baviera a pie y veredas paralelas al Rin y atravesé los bosques berlineses en bicicleta; me extravié en la larga playa de Sylt; probé lo bueno de la cocina alemana, tan poco estimada y no siempre con justicia; amé la pastelería al sur del Rin y del Meno. Compartí los cambios en la gastronomía, gracias a los nuevos gustos que introdujeron el mercado europeo y los inmigrantes junto con sus productos gastronómicos.

Recuerdo ahora otros episodios casuales: hablando de santos patronos, por ejemplo, un día, sentado en un auditorio de la Universidad de Fráncfort, junto al filósofo Ernst Bloch, escuché a Habermas hablar sobre Walter Benjamin.

Una tarde casi choqué con Günter Grass en la Feria del Libro de Fráncfort, y, más curioso aún, es recordar cierto episodio durante una exposición mundial mientras un puñado de gente quería ver el conjunto cubano Buena Vista Social Club.

Yo estaba ahí y también quería ver y oír cuando de pronto sentí que me arrastraba una gran fuerza, pecho contra espalda: era una mujer que luego sería canciller por muchos años.

Si no se quiere ser salero de toda mesa, uno debe negarse con frecuencia a muchas cosas. Así me abstuve de hacer una visita personal a Martin Heidegger, a la que me invitaron, porque me repugnaba su compromiso con el nacionalsocialismo, aunque –¡qué contradicción la mía!, debo reconocerlo–, por sentirme retado, traduje un texto suyo que él mismo aprobó, aunque no sé si entendía español.

Anécdotas. Quiero contar ahora la anécdota de un periquito, sin duda más simpático que el filósofo de Friburgo, que se les extravió a unos vecinos, en Maguncia. Lo encontró la Policía y se lo llevó a su casa, enterada de los dueños por un anuncio. El periquito había volado... hasta la estación de policía misma.

Y una anécdota canina, parecida a aquella observación de Heráclito de que los perros solo ladran a quienes no reconocen: en Bonn se extravió nuestra Schnauzer que cuidaba por unos días la colega embajadora de Nicaragua. La perra llegó a casa de una mujer que la recogió y no se la quería entregar a la embajadora hasta no tener certeza de a quién pertenecía. Sentido del deber, respeto, desconfianza, evocación de Heráclito y su acierto canófilo: sin duda todo junto.

Estas anécdotas personales y muchas otras me han mostrado rostros de Alemania, de su gente y cultura, su vida cotidiana, su alma como nación.

Alemania es disciplina y orden, país de personas cultivadas, acogedoras que saben hacer valer sus derechos y cumplir obligaciones. También es una cultura de organización y gozo: sus habitantes nativos no necesitan siempre el Fasching, la fiesta carnavalesca del Rin, para expresarlo.

En Alemania se hizo adulta mi hija Florencia, conocí la dicha de la vida urbana y la seducción del paisaje, también envejecí...

Podría seguir evocando pequeñas y grandes cosas... Así es la memoria: a veces se detiene en lo banal, en divertimentos; a veces se sirve del olvido para dejar en el camino cosas perdidas bajo la sombra de los años.

En mi vida ya no hay Magirus Deutz, pero queda su huella verbal para agitar la imaginación. Las palabras pesan más que un alma en pena.

(*) El autor es filósofo.

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