
En tiempos de incertidumbre y polarización, de nublados, cuando el miedo es impuesto y la verdad se vuelve indeseable, la mentira se normaliza.
Y es ahí, en ese huerto fértil de crisis, donde la hipocresía no solo florece: se institucionaliza, se transforma en virtud. Pasa a ser luz.
Experto en manipular emociones y resentimientos, el populismo sabe capitalizar esa lógica. Sus discursos, moralistas en apariencia, son tóxicos. Se presenta como redentor, mientras socava las instituciones que dice defender. En una sociedad acostumbrada al disimulo, a “quedar bien”, el espectáculo seduce por su exquisitez.
En ese hábitat es donde nace, crece y se multiplica el hipotico (el hipócrita costarricense). Lo hace con orgullo, con la frente en alto, abrazando la bandera. Lo hace en armas tomar.
No es solo un ciudadano contradictorio. Es un tipo (in)moral que ha aprendido –y enseñado– a habitar la doble cara con orgullo.
El hipotico condena la corrupción ajena, pero la perdona si es útil a su causa. Se dice amante de la democracia, pero justifica el autoritarismo cuando le conviene. Se proclama ecologista mientras celebra proyectos que devastan ecosistemas si le dejan alguna ganancia o estatus.
El hipotico no es una anomalía costarricense: es su criatura más coherente. Forma parte de la evolución del ecosistema sociocultural. Ha sido formado por décadas de simulacro institucional, discursos éticos huecos y una cortesía que confunde civismo con cobardía moral.
Ha aprendido que lo importante no es ser íntegro, sino parecerlo. Que lo que se premia no es la honestidad, sino la conveniencia, el oportunismo. Y, evocando a Tío Conejo comerciante, de Carmen Lyra, está “muy satisfecho de su mala fe”.
La polarización política ha reforzado al hipotico; lo ha radicalizado. Ya no dialoga; descalifica. Ya no escucha; insulta. Ya no busca verdades compartidas; exige adhesión ciega a su narrativa; si no, hay bronca.
Como premio a su fervor, el sistema le ofrece poder.
En la república de los hipoticos, los ciudadanos son funcionales a un sistema que premia el doble discurso. Que votan con rabia, pero reclaman con sonrisa cómplice. Que exigen transparencia mientras aplauden la trampa. Que saludan al corrupto; pura vida, porque “no hay que ser malcriado”. Que van a misa y luego justifican la violencia “por los valores”.
El hipotico no solo es un oportunista de la doble moral: es también un fanático. Su adhesión a ciertos símbolos, líderes o discursos no se basa en razonamientos, sino en afectos incondicionales. Es un ser nervioso, débil. Cree en “los suyos” con una fe ciega que lo inmuniza frente a cualquier contradicción.
Así justifica lo injustificable, niega lo evidente y ataca a quien se atreva a dudar. ¿Acaso ruge como jaguar?
El fanatismo del hipotico no es furia espontánea, es una devoción estructural: necesita un enemigo, un traidor, una figura a la cual odiar tanto como necesita a otra a la cual aplaudir.
Para el hipotico, la hipocresía no es defecto, es estrategia. Es la habilidad para adaptarse sin incomodarse. Para estar con todos y con nadie. Para decir lo correcto sin jamás hacerlo.
Filósofos como Kierkegaard veían en la hipocresía una forma de desesperación: la renuncia a ser uno mismo. Nietzsche la comprendía como máscara de poder, un disfraz moral para esconder deseos más turbios. Camus reflexionó que el ser humano es la única criatura que se niega a ser lo que es.
Los hipoticos son incapaces de verse al espejo. Pero la distorsión, si no se enfrenta, crece. Y un día llega a convertirse en cultura, en institución, en país.
La hipocresía costarricense no es una anécdota, es un sistema operativo. Una narrativa de país ejemplar construida sobre omisiones, mentiras y complicidades.
Se ha exportado una imagen de paz, sostenibilidad y democracia, mientras por dentro se acumulan la violencia, la desigualdad, la corrupción: el desgarro.
No es casual que el narcotráfico y el femicidio convivan en el mundo del hipotico. Son síntomas de una sociedad que prefiere la negación a la confrontación, que esconde su podredumbre. Pero el hipotico no reconoce la gravedad de estos problemas, porque hacerlo implicaría cuestionar el mito de país ejemplar al que se aferra con fe religiosa y devota.
pablo.gamezcersosimo@gmail.com
Pablo Gámez Cersosimo es investigador, escritor y periodista.