La Clínica de Adolescentes del Hospital Nacional de Niños publicó en 1999 una investigación denominada Desesperanza en adolescentes: una aproximación a la problemática del suicidio juvenil, donde se analizaba el creciente fenómeno en esta población y la desesperanza como antesala reconocida del riesgo de suicidio.
Se entrevistó a 6.996 estudiantes de cuarto y quinto año de secundaria, una muestra representativa de todo el país. Estos grupos fueron escogidos porque se les consideraba “sobrevivientes” del proceso de exclusión escolar y, por tanto, los que podrían tener mejores expectativas en el futuro.
En esta investigación se encontró, de acuerdo con el instrumento estandarizado utilizado, que el 22,5% mostraba niveles elevados de desesperanza.
Menciono esta investigación pionera, pues desde esa época advertimos de que si no se prestaba atención a las necesidades más íntimas de los adolescentes, deterioradas por las condiciones estructurales y el cambio del modelo educativo, era de prever un incremento en las conductas suicidas y sus variantes de violencia autoinfligida o hacia otros, lo que, desgraciadamente, estamos viviendo en esta época, exacerbada indudablemente por la pandemia, pero que no es la causa exclusiva de este fenómeno como se ha pretendido hacer ver.
Ejemplo es que ya en 1999 el sociólogo Edelberto Torres Rivas escribía en el Estado de la Región en Desarrollo Humano Sostenible: “Vivimos ahora una sociedad llena de escépticos a golpes de realismo y en donde ha habido progreso, pero concentrado y excluyente, en donde el porcentaje de la población que sobrevive con menos de un dólar al día es del 18,9% y, paradójicamente, el 10% de la población más rica se apropia del 35% del ingreso total de nuestro país” .
Las condiciones descritas por Torres siguieron deteriorándose al punto de convertirnos en uno de los 10 países más desiguales del mundo, y esto sí impacta negativamente en la esperanza y la convivencia. La pandemia vino a tirarnos en la cara este estado de las cosas.
Coincidiendo con lo anterior, el modelo educativo evolucionó desde el concepto de comunidad estudiantil, en la cual los educadores, padres de familia y familias se identificaban con el proceso y el eje transversal era la solidaridad, hasta un nuevo modelo de “sálvense quien pueda”, estrictamente academicista y cuya nueva razón de ser es la competencia, es decir, las leyes del mercado trasladadas al proceso educativo.
Esto hizo que el énfasis del logro escolar se centrara exclusivamente en el rendimiento académico —“se es buen estudiante si se tienen buenas notas“—, lo cual soslaya las otras capacidades y potencialidades de los estudiantes.
Por eso se abandonaron las actividades claves para el desarrollo saludable adolescente, como el tiempo para la práctica de deportes y la participación social; espacios como las llamadas horas guía, de orientación, filosofía, e incluso religión, que permitían la discusión y análisis de temas escolares o no, de reflexión y de canalización de pensamientos y sentimientos; participar en elecciones y gobiernos estudiantiles con la certeza que permitía cambios y una voz en las decisiones que afectaban al estudiantado y que representaba para ellos ser tomados en cuenta y en serio.
Igualmente, actividades culturales, como teatro, clubes, bandas colegiales, recitales, concursos de oratoria, son algunos ejemplos en donde la creatividad y la energía positiva adolescente se manifestaba.
La combinación tóxica de deterioro de condiciones estructurales (desigualdad-pobreza) de un modelo educativo competitivo y de un abandono de actividades esenciales para el desarrollo saludable adolescente explican la explosión de un malestar exacerbado por la pandemia.
Desde muchos años antes de la covid-19 estaba presente, y termina de corroborarlo la última investigación de la Clínica de Adolescentes del Hospital Nacional de Niños y la Asociación Pro Desarrollo Saludable de la Adolescencia, efectuada a finales del 2019, para la cual se entrevistó a 9.223 estudiantes de secundaria de todo el territorio.
En esta investigación se documentó que el 13% de los estudiantes reportan haber planeado suicidarse, el 9% ha llevado armas en la calle y el 5% en el colegio, el 30% son víctimas de bullying, el 15% ha utilizado drogas ilícitas y el 57% ha consumido alcohol con un 25% de embriaguez. Todo esto es prepandémico.
Si bien la pandemia produjo una alteración en los procesos de socialización, a consecuencia del aislamiento, y hubo un incremento de la ansiedad y depresión, producto del estrés crónico, subyacen otras razones más relevantes en las que habría que profundizar si pretendemos entender el fenómeno de la violencia escolar.
El autor es médico pediatra, fue fundador y director durante 30 años de la Clínica del Adolescente del Hospital Nacional de Niños. Alberto Morales está en Facebook.