En Atenas, provincia de Alajuela, hay una casa rodeada de amplios corredores en los que se atesoran libros, guitarras y fotografías como testigos de una fructífera existencia. Ahí, habita doña Brunhilda de Portilla.
Es un hogar donde la alegría de cada mañana parece tener su sitio, no solo por el aleteo de los yigüirros, las oropéndolas o los tucanes… es que la dueña de ese hogar es una educadora que ha legado un repertorio de villancicos, no solo como dechado de fe, pues también son cantos al sentir costarricense.
Es necesario mencionar que Brunhilda de Portilla —nombre que adoptó para dar a conocer sus composiciones— nació hace más de nueve décadas en La Cruz de Guanacaste. Sus padres, procedentes de Nicaragua, le inculcaron el amor al arte, pues recitaban poemas, amaban los libros y tocaban la guitarra y la mandolina.
En la década de los cuarenta se trasladó a estudiar a la Escuela Normal, situada en Heredia, para formarse como educadora; recibió clases con maestros de la talla de Uladislao Gámez o Joaquín García Monge.
Ese tiempo no solo fue rico en aprendizajes pedagógicos, pues también le ofreció la posibilidad de expresarse por medio de la literatura y la música. Integró el coro de la institución y se presentó en el Teatro Nacional y en la sala magna de esa casa formadora de maestros, que también es una especie de santuario laico dedicado a las humanidades y las artes.
Ejerció la docencia en escuelas de Guanacaste y San José; sin embargo, el deber la llamaba hacia la expresión estética. Por eso, también, fue una de las primeras integrantes del Teatro Universitario de la Universidad de Costa Rica y participó en montajes de obras de Cervantes, Casona e Ibsen.
Así, que podría hablarse de Brunhilda maestra, poeta, cantante o actriz… mucho habría que estudiar sobre su trabajo; no obstante, es reconocida, principalmente, por crear villancicos —canciones emblemáticas de los tiempos navideños— en los que se ensalza la pluralidad cultural de nuestra nación.
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Con el paso del tiempo, nos hemos acostumbrado a entonar canciones en las que se mencionan montañas nevadas, estufas encendidas e imágenes de un “Santa Claus” que nunca se deslizará en trineo por nuestras laderas.
Con las composiciones que esta creadora guanacasteca nos presentó por primera vez en 1973, en un disco titulado Florecitas le canta a la Navidad y que grabó, en otra versión, en 1976, con un coro de niños del Colegio Metodista, se evocan manifestaciones que, lamentablemente, pueden borrarse de la memoria.
Doña Brunhilda nos recuerda a los abuelos del recién nacido: “San Joaquín y santa Ana, los viejecitos, por el camino vienen, agachaditos” y nos indica que “su madre lavandera, lava su camisita; su padre carpintero, le hace una cunita”.
Nos recuerda la riqueza culinaria de nuestra Nochebuena: “Señora María, señor san José, ya están los tamales y ya está el café; al Niño Jesús le vamos a dar sopita de leche y un poco de pan” y “el Rey de los Cielos está en el portal, su madre lo abriga con el delantal, san José lo mira con ojos de amor y el cielo los cubre con su resplandor”.
El pequeño Jesús no se encuentra en un árido paisaje de Belén porque “el Niñito está llorando perdido en el cafetal”. Nos recuerda que el Salvador viene al mundo en nuestro Caribe y por ello nos advierte: “Entre palmeras, nació, nació, en una choza nació, nació, negro negrito nació, nació Jesús”. Y es inevitable no tararear “el niño mío tiene la cara sucia y se lava con el rocío; mi niño campesino, calzones rotos, tiene los pies descalzos, los labios rojos”.
El Ministerio de Cultura y Juventud declaró, en el 2011, cantos de interés público los villancicos de doña Brunhilda; además, se han escuchado en escenarios de nuestra América y Europa. Es necesario que en los hogares y las escuelas de la patria sean conocidos y cantados, como intangible herencia para las generaciones del futuro.
El autor es profesor en la UCR.