En Café Política, recientemente, Ignacio Santos le preguntó al candidato del Partido Republicano, Rodolfo Hernández, si estaba de acuerdo en promover la legislación para alcanzar un Estado laico en Costa Rica, citando incluso al Papa, quien ha dicho que “los Estados confesionales terminan mal”.
La respuesta del doctor Hernández fue la esperada: no solo dijo estar en contra de promover un Estado laico, sino que afirmó que este asunto no es prioritario para el país (a diferencia del déficit fiscal, la pobreza o el desempleo).
En realidad, no todos los Estados confesionales terminan mal. En Inglaterra, Holanda, Suecia, Noruega y Dinamarca, por ejemplo, hay una religión oficial del Estado establecida en las respectivas constituciones y recibe apoyo financiero del Estado.
Estas son algunas de las sociedades más liberales, desarrolladas y seculares del mundo. Lo que pasa, claro, es que estas Iglesias evolucionaron hacia su actual forma estatal a partir de la reforma protestante, la cual, entre muchas otras cosas, permitió separar el clero, las propiedades y las finanzas de las iglesias locales de la supervisión y el dogma de Roma, y tal vez por eso el Papa cree que no terminan bien.
Con el tiempo, el resultado esperable de esta “nacionalización” de la religión ha sido la sumisión de la religión a los códigos civiles de esas sociedades, y por eso esas religiones han logrado cosas tan básicas como el sacerdocio femenino, lo cual para la Iglesia católica sigue siendo una historia de ciencia ficción.
Costa Rica podría seguir ese ejemplo si dejara de ser “católica, apostólica y romana” y se convirtiera en “católica, apostólica y costarricense”.
“Americanización”. Esta no es una idea del todo descabellada: durante los años 90, en los Estados Unidos, se habló de “americanizar” el catolicismo para enfrentar problemas “locales”, como permitir el sacerdocio femenino ante la crisis de vocaciones sacerdotales y evitar el ocultamiento de sacerdotes pederastas por parte de las autoridades romanas, que al final son las que determinan qué obispos van a tener Los Ángeles o Chicago.
Pero en un país como Costa Rica, con un Estado casi en quiebra y una población católica cada vez menos afecta a la religión de sus padres, el prospecto de convertir el catolicismo en una religión nacional parece menos alcanzable. Lo más lógico, dada también la creciente diversidad religiosa del país, es un Estado laico.
Esta no es una idea banal ni postergable, como piensa el doctor Hernández. Si algo ha hecho la actual campaña política es convencernos de que la religión juega un papel más preponderante en nuestras elecciones y en nuestra legislación.
Hace años venimos observando el fenómeno del crecimiento de partidos evangélicos, y la unión de fuerzas populares de estos grupos con los católicos en materias como el aborto y las uniones gais convierte el tema en una urgencia nacional.
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Se equivoca también el doctor Hernández si supone que la pobreza o el desempleo no tienen nada que ver con la laicidad del Estado.
Por razones religiosas, ha sido difícil crear, utilizar y mantener guías de educación sexual en nuestras escuelas. Sin una educación sexual científica y no moralista, difícilmente vamos a bajar los números de embarazos adolescentes y madres solteras del país.
Los grupos religiosos impiden el acceso al aborto a toda mujer. Cuando ellas deciden no tener a sus hijos y los dan en adopción, entran de nuevo los religiosos a limitar los derechos de las parejas homosexuales que quieren adoptar a esos niños.
La historia de la madre que recientemente abandonó a su hija recién nacida en las bancas de un templo en Cartago es el resultado trágico, pero también natural, de estas enseñanzas: la gente no puede con esas exigencias; si la Iglesia sí puede, pues que vaya a ver cómo hace.
Religión y pobreza. La religión no es toda la explicación de la pobreza en Costa Rica, pero sí es la explicación de una gran parte de ella, tanto en lo mental como en lo material. De nada sirve mejorar el déficit o aumentar el empleo si vamos a seguir permitiendo el crecimiento de poblaciones económicamente excluidas en nuestro medio.
La caridad y la comunidad del culto no son soluciones eficientes a largo plazo para erradicar estos problemas. Las religiones son, por naturaleza, divisorias, y la responsabilidad de un Estado sanamente laico es justamente la inclusión de sus ciudadanos con respeto de sus diferencias.
La libertad de culto está garantizada en nuestra Constitución. No es necesaria una reforma constitucional para que yo me convierta hoy mismo en luterano, budista o agnóstico. Ese no es el punto. El punto, ayer como hoy, sigue siendo el mismo: garantizar que la religión personal de algunos (aunque sean mayoría) no tenga el poder de controlar las vidas de todas las personas de una sociedad.
Entiendo que los cristianos costarricenses se hayan sentido atropellados recientemente en sus derechos porque un organismo internacional como la Corte Interamericana de Derechos Humanos, con sede en San José, les haya dicho cómo actuar respecto a las minorías sexuales. Pero eso es exactamente lo que sentimos todos los días de nuestras vidas los no creyentes que recibimos directrices de parte de los clérigos católicos de Roma sobre qué debemos creer y cómo debemos actuar respecto a todo. La diferencia, claro, es que las opiniones de la Corte-IDH pueden ser apeladas, mientras la voz de los que dicen hablar por Dios, no. Ese es el verdadero totalitarismo.
Los Estados confesionales terminan mal cuando se vuelven teocracias y suprimen el disenso con el dogma, como el Vaticano, no cuando las religiones aprenden que su rol está en expandir la vida subjetiva de las personas sin limitar los derechos civiles de aquellos que no las siguen.
El autor es escritor.