Hace un año, Hamás asesinó a unas 1.200 personas —civiles en su mayoría— en Israel y capturó a más de 250 rehenes. Desde entonces, Israel ha reducido a escombros gran parte de Gaza, y se dice que más de 40.000 de sus habitantes han sido asesinados, una cifra que incluye entre 10.000 y 20.000 militantes de Hamás. Más de 700 soldados israelíes han perdido la vida combatiendo contra Hamás y otros grupos respaldados por Irán.
El conflicto, obviamente, está lejos de haber terminado. Son pocos los días que pasan sin nuevos ataques militares y bajas. Dicho esto, la fase más intensa del conflicto de Gaza parece estar perdiendo potencia: Hamás ha sido degradado militarmente y los líderes israelíes han virado su foco hacia el norte, atacando a los líderes y activos de Hizbulá en el Líbano. Por tanto, no es demasiado pronto para intentar resumir y analizar las lecciones y el legado del 7 de octubre.
Por empezar, las presunciones pueden ser peligrosas. El ataque sorprendió a Israel por segunda vez en su historia (la primera fue el lanzamiento de la guerra de octubre de 1973). Si bien hubo advertencias sobre lo que Hamás estaba planeando, los altos funcionarios militares y políticos no las tomaron en serio. Siguieron destinando gran parte de los batallones de las Fuerzas de Defensa de Israel a Cisjordania y dejaron la frontera con Gaza prácticamente desprotegida. Y como sucedió 50 años antes, la complacencia tuvo un costo muy alto.
El ataque del 7 de octubre también demostró que el enemigo de tu enemigo no es necesariamente tu amigo. Durante una década, el gobierno israelí bajo la dirección del primer ministro Benjamin Netanyahu ofreció un apoyo económico sustancial a Hamás con la esperanza explícita de que ese financiamiento mejorara la posición de Hamás para competir con la Autoridad Palestina (AP). El objetivo de Netanyahu era dividir a los palestinos, debilitar la influencia de la voz internacional más digerible del nacionalismo palestino y así hacer que una solución de dos estados resultara imposible.
A Israel le fue muy bien en cuanto al debilitamiento de la AP. Donde falló fue en pensar que podía comprar a Hamás y liberarse de él.
Las guerras son acciones tanto políticas como militares. Es posible ganar una guerra en el campo de batalla y, al mismo tiempo, perderla. Israel ha hecho precisamente eso en Gaza, cuando eligió librar una guerra convencional contra un enemigo poco convencional sin un plan para el día después. El éxito militar debe traducirse en acuerdos duraderos de seguridad y gobernanza. Pero las autoridades israelíes se han negado a presentar una propuesta para cualquiera de los dos, por temor a que un plan viable exigiera una participación de la AP, junto con una fuerza de estabilización árabe, lo que daría impulso a un estado palestino y catalizaría luchas internas israelíes que podrían derrocar al gobierno de Netanyahu.
Para colmo de males, Israel está definiendo el éxito —la erradicación de Hamás— en términos que no se pueden cumplir. Israel así pierde al no ganar, mientras que Hamás gana al no perder. Hamás, que es tanto una idea y una red como una organización, inevitablemente sobrevivirá de alguna forma y conservará la capacidad de reconstituirse, especialmente en el contexto emergente de una ocupación israelí de final abierto sin ninguna competencia de palestinos más moderados.
Lo que ha sucedido desde el 7 de octubre también ofrece algunas lecciones para los posibles mediadores. No se puede confiar solo en la persuasión para cambiar el comportamiento de los demás, ya sean amigos o enemigos. La diplomacia debe estar respaldada por incentivos y sanciones, y algunas veces deberían abandonarse las zanahorias y los palos.
Asimismo, la diplomacia no puede triunfar si el mediador quiere el éxito más que los protagonistas, que deben concluir por sí solos que el compromiso y el acuerdo son preferibles a un conflicto continuo. Cuando los protagonistas no llegan a esa conclusión, ninguna mediación, no importa lo bienintencionada que sea, puede tener éxito.
El legado —o más precisamente los legados— del 7 de octubre ofrecen pocas razones para ser optimistas. Una solución de dos estados está más lejos que nunca. Este planteamiento ya era una posibilidad muy remota antes del 7 de octubre, pero el año pasado potenció la duda de los israelíes sobre la conveniencia y posibilidad de vivir de manera segura al lado de un estado palestino independiente.
Al mismo tiempo, la respuesta de Israel al 7 de octubre ha fortalecido las opiniones antiisraelíes entre los palestinos en Gaza, Cisjordania e Israel propiamente dicho, y ha consolidado el atractivo de Hamás que, al igual que sus patrocinadores en Irán, no tiene ningún interés en una convivencia pacífica con Israel.
La consecuencia directa es que el futuro probablemente se asemeje a una “no solución de un estado”: el control israelí del territorio entre el mar Mediterráneo y el río Jordán, una población de colonos cada vez mayor y choques frecuentes entre las fuerzas de seguridad israelíes y Hamás en Gaza, y con milicias similares a Hamás en Cisjordania.
Israel ha perdido mucho, no solo en vidas y producción económica, sino en reputación e imagen en Estados Unidos y el mundo. Una generación más joven ve a Israel más como a Goliat que como a David, más opresor que oprimido. El antisemitismo ha aumentado. Y ante las perspectivas de una solución de dos estados prácticamente muertas, Israel podría enfrentar una opción binaria entre ser un estado judío y un estado democrático. El debilitamiento de Hizbulá y de los hutíes, por más bienvenido que sea, no altera estas realidades.
Israel también ha pagado un precio en la región. Irán ha logrado lo que puede haber sido uno de sus objetivos originales para el ataque: hacer que a Arabia Saudita, una fuerza poderosa en el mundo árabe e islámico, le resulte más difícil establecer relaciones diplomáticas formales con Israel. Si bien la condena de las acciones de Israel desde el 7 de octubre no impedirá una cooperación de inteligencia y militar con ciertos gobiernos árabes que enfrentan la amenaza mutua de Irán, el gobernante del reino ha dado marcha atrás en su disposición a normalizar las relaciones en ausencia de un estado palestino independiente.
Estados Unidos también ha pagado un precio alto desde el 7 de octubre. Su imagen se ha deteriorado en el mundo árabe frente a su incapacidad para influir en la política israelí, y ha alienado a algunos en Israel con sus críticas y su actuación independiente. Asimismo, Estados Unidos se encuentra, una vez más, profundamente involucrado en Oriente Medio cuando sus prioridades estratégicas son disuadir la agresión china en la región de Asia-Pacífico y contrarrestar la agresión rusa en Europa. Todo esto, sin duda, provoca satisfacción en el eje antioccidental que incluye a China, Rusia, Corea del Norte e Irán.
Nada de esto era inevitable. Los sucesivos gobiernos israelíes eligieron debilitar a la AP y subestimaron la amenaza planteada por Hamás, que sacó ventaja al perpetrar su ataque brutal. Israel luego respondió militarmente y para nada políticamente. Y Estados Unidos gastó gran parte de su capital diplomático abogando en vano por un alto el fuego que ninguno de los protagonistas quería. El costo humano, económico y diplomático ha sido enorme, y lo que ya era la región más problemática del mundo ha quedado en una situación aún peor.
Richard Haass, presidente emérito del Consejo de Relaciones Exteriores, es asesor sénior en Centerview Partners y el autor de The Bill of Obligations: The Ten Habits of Good Citizens (Penguin Press, 2023) y del newsletter semanal Home & Away.
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