Hace unos días publiqué un artículo con el título: “La majadería de los niños y las niñas” en el cual comenté cómo había bajado el nivel cultural del país, lo cual se notaba, sobre todo en el pésimo español que usa una gran parte de la población, de lo cual es el culpable, en gran parte, la televisión nacional, cuya calidad baja cada vez más rápidamente.
Comenté, en ese artículo, la pésima calidad de los programas de chismes tan vacíos y superficiales que están de moda, y ahora debo comentar además los anuncios que acompañan estos programas, también de muy baja calidad.
En casi todos no se anuncia el producto, no se habla sobre sus cualidades, sino que se grita y la audiencia tiene, si no quiere quedarse sorda, que estar bajando el volumen del televisor.
Entre tantos anuncios hay uno que me llama la atención por su (no sé qué adjetivo usar que no sea ofensivo). Es el que explica, con unas fotos y música de fondo, qué es una mujer de verdad. Y entonces sabemos que para alcanzar este meritorio título, una mujer, no solo debe decidir quién quiere a su lado, si no también debe ser bella de acuerdo con los estándares de belleza que estén de moda, y, sobre todo, maquillarse de cierto modo usando solo los productos que se anuncian.
Me parece que este anuncio rebaja el concepto de lo que es ser mujer a niveles muy bajos, como ya lo había hecho un banco que pintó de rosado una agencia para servir, según ellos, a las mujeres que, antes de ellos, nadie las comprendía.
Mi infancia. A través de mi ya larga vida he tenido la oportunidad de conocer y apreciar muchas mujeres de verdad, muy diferentes a las que, muy maquilladas y elegantes aparecen en el anuncio.
Durante mi infancia y adolescencia pasé todas las vacaciones de verano en una finca que tenía mi padre en Rancho Redondo, y ahí conocí a muchos hombres y mujeres de verdad. Todos trabajaban hombro a hombro por el bien común.
Mi madre dejaba todas las noches la ropa recién lavada sobre el zacate de un potrero vecino para que el rocío la blanqueara y nosotros dejábamos nuestras pertenencias fuera de la casa y nunca se perdió nada porque nadie, a pesar de su relativa pobreza, robaba.
La puerta de la casa siempre estaba abierta y solo se cerraba en las noches por el frío, no por el temor de delincuentes. En las noches llenas de luciérnagas dejábamos un pequeño plato con agua y azúcar para que al día siguiente pudiéramos chupar, como un helado, las pequeñas costras del hielo que se formaban sobre el agua fría.
Había un río no muy lejos de la casa, y bajo una alta catarata que nuestra imaginación infantil había llenado de leyendas, se había formado una poza de agua transparente y muy fría. Ahí nos dábamos un chapuzón y nadábamos en las heladas aguas que herían la piel como miles de pequeñas agujas.
A veces nos montábamos en una carreta y nos íbamos por caminos polvorientos en busca de moras o flores silvestres para adornar la casa, y, mientras las ruedas de la carreta cantaban las notas que les proporcionaban el pentagrama del camino, nosotros disfrutábamos del paisaje y de las historias que nos contaba el boyero.
No todo era, sin embargo, perfecto en esa aparente ideal sociedad. A veces, como una pesadilla, asomaba su feo rostro el alcohol, casi siempre el guaro de contrabando que se llevaba el dinero que se pensaba usar para los gastos imprescindibles y embrutecía al hombre que se volvía agresivo y pendenciero.
El divorcio, que ahora es la solución para este problema, no existía en una sociedad patriarcal y religiosa. Pero, aún en los peores casos, la mujer, la esposa y madre mantenían una cierta dignidad y, sobre todo, defendía sus retoños como sus más preciados tesoros.
Recuerdo varios casos de mujeres que no se divorciaban, pero se separaban del agresor que podía en una borrachera lesionar no solo a ella sino también a sus hijos. Mi madre les daba consejos y las apoyaba y, casi siempre, el matrimonio continuaba bajo nuevas condiciones.
Y, si esto no se lograba, la mujer seguía adelante sola luchando contra todas las adversidades, digna y con un solo propósito: sacar adelante a sus hijos.
Real belleza. Recuerdo también que a menudo visitábamos las casas humildes, pero limpias y cálidas de los peones, que nos recibían con afecto y nos ofrecían un agua dulce y una deliciosa tortilla. Eso si eran mujeres de verdad, aunque nunca se maquillaran ni visitara un salón donde las peinaran o maquillaran. Su belleza era interna, no externa.
Hacían todo el oficio de la casa y, cuando terminaban, no descansaban sino que trabajaban en el terreno que rodeaba su casa donde sembraban maíz, plátanos y yuca para el consumo de la familia. Además, cuidaban las gallinas que les proporcionaban los huevos tan necesarios para su dieta. Los hijos llegaban casi todos los años y eran amamantados hasta que tenían 2 o 3 años. Algunos hogares tenían radio, pero los programas se escuchaban solo cuando ya todo el trabajo estaba terminado.
Creo, sin lugar a dudas, que aquellas señoras, que recuerdo con afecto, sí eran mujeres de verdad.
El autor es periodista.