Hasta ahora el término “familia” ha tenido dos sentidos básicos: uno propio y otro metafórico. En sentido propio, ha significado “un grupo de personas ligadas por la parentela”. En su sentido figurado, ha primado el concepto de ligamen sobre el vínculo sanguíneo, porque, como toda metáfora, se relacionan dos conceptos de campos semánticos diversos para acentuar una nueva interpretación de la realidad.
Por eso se puede hablar de “familia” en relación con egresados de una institución educativa, los miembros de una religión, las personas que por vínculos de afecto crean una agrupación (sin necesariamente definir la índole) y otras cosas por el estilo.
Este uso metafórico ha entrado en el lenguaje académico de las ciencias sociales para hablar de muchos tipos de relaciones humanas.
En el campo antropológico, de manera particular, el concepto occidental de familia ha servido para describir modelos de conducta social diversos, pero el carácter metafórico de estos usos se evidencia en su utilidad heurística: los vínculos de sangre no necesariamente representan lo mismo en toda cultura, pero la imagen que evoca el concepto occidental puede contrastarse con otras maneras de comportamiento como medio para comprender la diversidad de las sociedades humanas.
En nuestro país, algunos impulsan una nueva significación del término “familia” en su sentido propio. ¿De dónde nace esta idea? En la filosofía posmoderna ha aparecido una especie de nuevo nominalismo, como si en las palabras se encerrara la esencia de la realidad. Es decir, basta predicar de una cosa una cualidad para que lo sea en realidad. Se trata de un problema de lenguaje que, sin embargo, tiene raíces medievales.
Tendencia posmoderna. La modernidad trajo consigo el empirismo, que intentó salir al paso de todas las argucias metafísicas para concentrarse en lo que acontece realmente como un fenómeno. Por eso, los conceptos debían definirse con claridad para evitar equívocos.
Esa definición dependía de la descripción y acotación del fenómeno que se quería estudiar. No es extraño, entonces, que la filosofía del lenguaje buscara encontrar los mecanismos de la conceptualización de la realidad, inscritos en las operaciones lingüísticas, para encontrar la clave de lo verdadero.
El resultado de todos los intentos de hacer del lenguaje un “espejo” de la realidad han sido infructuosos, pero ha llevado al convencimiento filosófico de que la convencionalidad de las palabras nos ayuda a transmitir la interpretación que damos a lo real.
He aquí el origen de la mentalidad posmoderna que pretende redefinir el concepto “familia” para adecuarlo a una determinada ideología y, desde este mecanismo, predicarlo como real.
Esto implica, por demás, que si la ideología es lo que define lo real, porque como todo lo que existe es interpretado, nada puede estar fuera de lo ideológico. No hay duda de que la filosofía posmoderna es una extraña mezcla entre la teoría de los universales y su contrapartida nominalista.
¿Cómo es posible que filosofías medievales tan disímiles puedan confluir en la tendencia filosófica posmoderna? Las respuesta es simple, al convertir al individuo, con sus emociones, ideas, sueños y compresiones de lo que le rodea, en la única referencia de lo real, el nominalismo y el universalismo convergen mágicamente: lo que nombra lo que siento es lo real y lo real es lo que nombro como sentimiento.
Esta es una forma de pensar que se adecúa a la sociedad consumista de nuestro tiempo y que se descubre pequeño burguesa, cuando de abordar cuestiones políticas se trata: no es posible comprender los problemas de una sociedad sino se cuantifican y se identifican con objetividad y competencia; lo social no se analiza desde los “sentimientos”, porque esta es una salida fácil y poco comprometida a la hora de enfrentar realidades complejas.
El quid de la cuestión. Si definimos “familia” en relación con los lazos de sangre y la legislación está en función de ello, surge la pregunta si la realidad de las relaciones parentales se conforma a los ideales de socialización y educación pensados como orientaciones para la construcción de la nación.
Aquí muchas cosas comienzan a trastabillar, porque con el correr de los años ni las relaciones parentales han sido óptimas, ni ha existido una coherencia mínima en lo que queremos como pueblo. Las causas de ello son múltiples y diversas, pero podemos decir que la falta de una cohesión social, la nueva situación de los roles sociales de los progenitores y el exacerbado énfasis en la realización personal (entiéndase emotiva, profesional o de reconocimiento social) han traído consigo una fractura en las relaciones interpersonales de aquellos que han iniciado una relación de pareja estable y generado hijos.
La inestabilidad de la familia nuclear, por otro lado, ha hecho que los lazos parentales más amplios suplan las funciones sociales que en otros tiempos desarrollaban los progenitores. Aquí aparecen, por tanto, otros sujetos en la trama de los procesos de socialización: lo que los progenitores hacían, ahora lo hacen otros parientes.
Las separaciones y divorcios de los progenitores crearon, a su vez, una red más intrincada y, a veces, absurda por caótica, de nuevas relaciones y responsabilidades familiares. No hablemos de los conflictos generados por esta situación, que de hecho no podrían ser clasificados de una manera simple.
La ruptura de las relaciones entre los primeros progenitores ha generado, por la vía de las consecuencia, la aparición de nuevos roles que no son parentales, porque cuando la familia más extensa no podía asumirlos, comenzaron a ser suplidos por otros actores sociales (piénsese en la relación de las empleadas domésticas con los niños de una familia o de las opciones educativas que prevén como “servicio” suplir cualquier necesidad educativa que antes era obligación de los padres).
Con ello se ha generado unos vínculos relacionales que van más allá de los progenitores, a esto sume las diferencias de clases sociales entre los sustitutos parentales y la prole para imaginar las implicaciones en los procesos de socialización.
Personas del mismo sexo. No hay duda de que este cuadro social ha generado, por la vía del uso del sentido figurado de “familia”, nuevos significados sociales, que tienen toda razón de existir. Pero ¿necesariamente son referencia obligada para la legislación de una nación? Este es otro problema que se ha vinculado en el momento actual con una cuestión ideológica: el estatus legal de las uniones del mismo sexo.
Como hemos visto, el problema de la definición de familia tiene aristas que van desde su identificación con lazos de sangre hasta la creación de nuevas relaciones sociales que suplen el rol socializador y educativo de la familia nuclear tradicional. Pero ahora ese problema tiene otras implicaciones, nacidas de una lucha de reivindicaciones sociales para otro tipo de realidades.
Todo lo anterior nos indica que los problemas se intersecan en una vorágine, cuyo núcleo es el término “familia” y su definición política.
Por eso, es urgente que nuestras posiciones sean clarificadas, no desde una visión neonominalista, sino desde un abordaje serio y profundo de las realidades y de los procesos de socialización y educación de los niños y adolescentes de nuestro país.
Esto implica, a su vez, un estudio serio y profundo de las causas de fracaso de tantas relaciones parentales que se verifican en nuestro espacio social. Porque es fácil legislar los procedimientos para “acabar” relaciones, pero no lo es buscar cómo ayudar a las personas a madurar en sus relaciones humanas.
Está claro que algunos pensarán que esta no es tarea del Estado, sino de las instituciones educativas o religiosas; sobre todo teniendo en cuenta el énfasis excesivo en los derechos del individuo de nuestra sociedad. Pero si la Constitución Política ha dejado en claro que el Estado tiene la responsabilidad primera de la educación, este empeño lo implica de forma directa en los procesos de crecimiento de cada individuo y en la tutela de las relaciones humanas que considera indispensables para el crecimiento de la nación.
Lamentablemente, hemos caído en un diálogo entre sordos y en un debate sin argumentos. Ideologías o sentimientos se entrecruzan de uno y otro lado sin razón, sin fundamento, ¡sin orientación!
¿Dónde está la familia real en los argumentos que esgrimimos? ¿Cómo son entendidas las relaciones familiares por las personas concretas que las viven y experimentan? ¡No nos dejemos engañar por los anuncios de TV o los espectáculos mediáticos, que equiparan vivir con unos perros a compartir la existencia con las personas!
Si lo que vivimos en la realidad no es importante, mucho menos lo será lo que mantengamos como bandera ideológica o lo mucho que defendamos nuestros lazos de sangre o las lágrimas que derramemos por nuestros sentimientos.
Víctor Mora Mesén es franciscano conventual.