Los acontecimientos que lamentablemente afectaron recientemente a la población de Aguas Zarcas tuvieron su origen en las montañas del flanco norte de los volcanes Poás y Platanar. Nadie podía pronosticar un evento de esta naturaleza, aunque, como dicen, después del partido cualquiera es técnico.
En forma similar, muchas comunidades del país son vulnerables a deslizamientos, generalmente de pocas dimensiones, pero de grandes consecuencias cuando están en riesgo vidas y haciendas. Esto es lo que diferencia las catástrofes de los eventos naturales extremos.
Si ocurre un hecho extraordinario en un lugar despoblado, o si ocurrió antes de la llegada de la gente, ni siquiera sería noticia o nadie hablaría de ello. Pero si un evento afecta las vidas y propiedades de personas, sí que se trata de un desastre, de los que abundan en un país como Costa Rica, donde las precipitaciones anuales aportan el agua que, al infiltrarse, incrementa la presión de poro de los materiales del subsuelo y que, en última instancia, son la causa principal de los deslizamientos.
El residencial Valladolid, Punta Leona, Arancibia, El Huaso, Tapesco y calle Lajas son algunos ejemplos del resultado de la interacción del agua con el subsuelo. Si también incluimos el factor sísmico, tenemos para ilustrarlo Cinchona, las laderas de la cordillera de Talamanca y otros deslizamientos menores.
En prácticamente todos, ya sea del tamaño de un asteroide que choque con la tierra, o la intensidad del terremoto o del huracán, o el tamaño de la ola de un tsunami o del deslizamiento, o de la intensidad de una explosión volcánica, su escala y dimensiones y su intensidad crecen exponencialmente en función del tiempo.
Uno de los principios básicos de la geología, quizá el más importante, es “el presente es la clave del pasado”, principio que nos dice que los eventos naturales ocurren en el presente de la misma manera que en el pasado, solo que con diferente intensidad, lo cual nos permite ver y aprender para prevenir o, por lo menos, discernir que somos los humanos los que nos exponemos para que se conviertan en desastres o catástrofes.
Lo anterior está claro en los pueblos que se fundan y crecen al pie de zonas de avalanchas, en poblaciones costeras que crecen y se expanden cada vez más hacia la orilla, a sabiendas de que el nivel del mar en esta época tiende hacia el ascenso, en poblados que abundan junto a las zonas de inundación de los ríos y que año tras año pasan por lo mismo.
Del pasado podemos aprender también que en el mundo en general han ocurrido eventos naturales de magnitudes descomunales, de esos que pasan con poca frecuencia, pero de alta intensidad (la frecuencia y la intensidad son inversamente proporcionales en el tiempo) y que no fueron desastrosos para una humanidad que no existía en ese tiempo, pero que ahora habita alegremente sobre las huellas que nos dejaron esos acontecimientos a su paso. No debemos negarnos a creer que lo pasado puede ocurrir en el presente.
San José, Escazú, Santa Ana y buena parte de la zona sur del área metropolitana se asientan sobre espesos depósitos de avalanchas de lodo, conocidas como lahares, avalanchas de debris y otros nombres, ocurridas en el pasado cercano, y que nos dicen que los terrenos en donde se fundaron y crecieron nuestras mayores ciudades fueron alguna vez una zona de megadesastres.
Enormes extensiones de terreno fueron arrasadas sin que nada pudiera resistir. Turrialba, Guápiles, San Isidro de El General y Ciudad Quesada son unos cuantos ejemplos de algo parecido. Si nos vamos un poco más lejos en el tiempo, la meseta de Liberia se produjo debido a megaexplosiones en los volcanes de la cordillera de Guanacaste, cuyos flujos ardientes llegaron hasta Papagayo y más al sur.
No hace muchos miles de años, coladas de lava y flujos piroclásticos cubrieron casi todo al pie del norte del volcán Turrialba, hacia los emplazamientos de Guápiles, Guácimo y Suerre. No hace más de 300.000 años, enormes flujos piroclásticos cubrieron casi toda el área del actual “Valle Central” sin dejar piedra sobre piedra ni árbol junto a árbol, ni nada orgánico a su paso.
La zona este de Montes de Oca, Granadilla, Guayabos y Coronado fueron cubiertas en el pasado geológico reciente por una espesa capa de cenizas amarillentas, cuyas partículas se soldaron debido a la temperatura al momento de su emplazamiento. Son las que hemos dado en llamar “tobas de Granadilla”.
Para no alargar ni cansar al lector más de la cuenta, los eventos descritos, que ocurrieron en un pasado geológico no muy remoto, podrían arrasar con el país, con su gente, su arte, su ciencia y su producción si nos tocara su retorno en nuestra época.
El autor es geólogo, consultor privado en hidrogeología y geotecnia desde hace 40 años. Ha publicado artículos en la Revista Geológica de América Central y en la del Instituto Panamericano de Geografía e Historia (IPGH).