En época de abundante información, un precioso minuto del día parece estar siempre comprometido para una actividad en particular, y nos abruma la “economía del tiempo”, que nos invita a ahorrar segundos en ciertas actividades para invertirlos después en otras que nos producen alguna satisfacción mayor.
El ritmo acelerado en que el mundo pareciera rotar, reflejado en el consumo de la información indiscriminada y sin profundización, suele tener consecuencias desfavorables para nosotros mismos desde la óptica del derecho. ¿Aceptamos los términos y condiciones sin leerlos?
Dada la “inmediatez”, nos vemos obligados a brindar respuestas prácticamente instantáneas a las preguntas. Sí o no, ¡no hay tiempo para justificarse! Algunos se han convertido en ávidos consumidores de contratos por lo que resulta fundamental tener claras ciertas nociones básicas acerca de estos a fin de asumir una obligación o un compromiso de forma razonada.
Los contratos de adhesión se componen de una parte “predisponente”, que establece los términos con base en los cuales se va a regir la relación, y la parte “adherente”, que se limitará a decir si firmará aceptando plenamente las condiciones estipuladas o no firmará. Es decir, no existe una negociación, regateo o discusión sobre el clausulado que contiene el contrato, como sí ocurre cuando se discuten contratos bilaterales.
En la “era de los malos lectores”, cobra especial relevancia prestar atención, porque los contratos se presentan a los consumidores cotidianamente, en ocasiones de manera casi de forma automática.
Ejemplos típicos son los relacionados con las tarjetas de crédito y las pólizas de seguros. Cuando se debe gestionar la renovación de la tarjeta, se invita a las personas a firmar los documentos, y, por la premura, salvaguardar nuestros “minutos valiosos” o “salir del paso”, se tiende a firmar sin leer.
En el próximo corte de la tarjeta, por tanto, se verán las consecuencias de esta “ligereza”: un seguro o un plan, que aparentemente no fue comprado, está asociado automáticamente a la tarjeta. Es cuando el consumidor increpa a la entidad con la frase “yo no sabía”, y la entidad contará con la prueba de que “esa persona firmó y aceptó los términos”.
Otro argumento es el típico “no leí” un contrato de compra de una propiedad en condominio. En los reglamentos de los condominios se establece qué se permite y qué está prohibido. Lo común son las normas sobre la tenencia de mascotas y reglas de convivencia básica que van a depender del tipo de condominio, vertical (torre) u horizontal (lote individual en predio).
Al firmar la compraventa, se aceptan las reglamentaciones internas. Por esta razón, es indispensable solicitar toda normativa aplicable al condominio con el propósito de tomar una decisión informada y razonada, porque después será demasiado tarde.
El inciso c del artículo 32 de la Ley de Promoción de la Competencia y Defensa Efectiva del Consumidor establece específicamente el derecho al “acceso a información, veraz y oportuna sobre los diferentes bienes y servicios, con especificación correcta de cantidad, características, composición, calidad y precio”. Pero es obligación del consumidor saberlo y, sobre todo, leerlo.
No es indispensable ser experto en lenguaje técnico-jurídico para entender un contrato de adhesión. El llamado a realizar una lectura pausada sobre los textos es primordial, para así aclarar inquietudes antes de decir “sí, acepto”.
Si bien en los contratos las condiciones se redactan con anterioridad, la parte adherente puede aceptarlas o no. La herramienta fundamental es y será siempre la lectura.
La autora es abogada.