Leopoldo López, una de las principales figuras de la oposición venezolana, fue condenado a 14 años de prisión. Según la sentencia, su delito consistió en ser autor intelectual de las protestas contra el régimen socialista de su país.
Al entregarse a las autoridades, hizo dos afirmaciones: que se entregaba a una justicia corrupta y que había tenido la posibilidad de salir del país.
Sin ambages declaró: “Tuve la opción de irme, pero no me voy a ir de Venezuela nunca. La otra opción era quedarme escondido en la clandestinidad y no tenemos nada que esconder”.
Tales declaraciones reflejan la fuerza moral de su pelea, pues la paradoja de Leopoldo López no es nueva en la historia. Por eso, hace más de cien años, el filósofo José Ingenieros recordaba el combate de los siglos entre la moral del idealista y la política de las piaras.
Es la encrucijada entre el temperamento del genio moral frente a los espíritus subalternos. La misma disyuntiva que confrontó a Espartaco con Casio Longino, a Jesucristo con Herodes Antipas y a Mandela con Verwoerd.
Líderes que se levantaron cuando la improbidad, en lugar de ser vergonzante, extendió sus alas ostentosa. Es el milenario combate que existe entre el ideal de libertad ante el tinglado del despotismo.
Ahora bien, esencialmente, ¿contra qué protestaba López en las calles de Caracas? No lo hacía contra un gobierno que tenía corrupción, sino contra un régimen corrupto. Por el grado de su mal, ambas son patologías diferentes.
Sabemos que en esta dimensión de la existencia, será imposible erradicar el mal de forma absoluta. Ciertamente, los gobiernos impolutos no existen. Casi todos los gobiernos son escenario de transgresiones que ponen en entredicho la probidad de algunos de sus funcionarios.
Pero la descomposición del fenómeno surge cuando, lejos de tener corrupción, los regímenes por sí mismos son de naturaleza corrupta.
Poder. Pues bien, ¿en qué consiste un régimen corrupto y cuáles son sus características?
Consiste en la utilización de la influencia que otorga el poder, de tal forma que, en una manipulada instrumentalización de las ideologías políticas, redirige y transmuta el sistema de normas y valores que el gobernante juró resguardar. Todo con el objetivo de obtener y conservar mayor poder.
Aunque parezca paradójico, el grado superior de corrupción política no radica en transgredir la ley, sino en cumplirla redirigiéndola con el propósito de acumular autoridad ilegítima. Es desviar el fin moral correcto del sistema jurídico en favor propio.
Es el abuso de la influencia política dirigida a ejecutar cambios constitucionales y normativos que faciliten la concentración de cada vez mayores cotos de fuerza política sin fundamento moral.
La primavera de la democracia venezolana (1959-1974), que tuvo su apogeo durante los gobiernos de Betancourt, Leoni y la primera administración de Caldera, fue una era de liderazgos, con alto grado de aceptación.
Los historiadores reconocen esa etapa como un período caracterizado por un liderazgo político sano.
Dos fuertes razones influyeron para que la democracia venezolana se sumiera después en una espiral decadente. La principal fue la caída moral de la clase política, situación que empezó a ser evidente durante la primera administración Pérez.
La segunda, de carácter económico, ocurrió después de 1978 y fue la caída en el ingreso de dólares por cada venezolano. Ello por la caída en términos reales de los ingresos petroleros, alternado con el aumento poblacional, lo que obligó a cada gobierno que llegó después de 1978 –y aproximadamente durante los 20 años subsiguientes– a devaluar la moneda al menos en el 100% para cada uno de dichos períodos constitucionales.
El descontento popular acumulado por la confluencia de aquellas decadencias –la moral, la económica y la política– fue el caldo de cultivo aprovechado por los enemigos de la democracia.
Demolición. El camino escogido no fue el de luchar por el rescate de la rica herencia democrática venezolana, sino que, a partir del arribo de Chávez al poder, un demagogo socialista que se presentaba como adalid de la democracia, se emprende una tenebrosa estrategia para demoler el Estado constitucional de aquel país.
En su propósito, Chávez aplicó la vieja receta de los despotismos, útil para demoler ese y cualquier otro Estado constitucional.
Enumerando la táctica del despotismo, la resumo en ciertos pasos básicos. Veamos.
Primeramente, desde el poder se sistematiza un discurso altamente ofensivo contra adversarios ideados, todo con el objetivo de que afloren las disconformidades que usualmente yacen en el “subsuelo” psíquico de los sectores marginales.
Se mitifican tendenciosamente los sucesos históricos idealizando las tradiciones épicas en función de los intereses de la camarilla gobernante.
Para esto se sobreexpone propaganda acerca de los mitos del régimen instaurado. Además, usualmente se crea un culto mesiánico-caudillista.
Sumado a lo anterior, se transmuta la legalidad y se dirige a favor del poder concentrado, para lo cual se invoca el “interés nacional”. Se desmantela el sistema republicano de frenos y contrapesos, propio de la división de poderes, y se fortalece el estamento militar.
Se devalúan las garantías individuales frente al poder, propias de una constitución legítima, y se sustituyen por procesos constituyentes que imponen “leyes fundamentales” subordinadas a los objetivos del régimen.
Allí siempre se hallará la entusiasta promoción de las “reelecciones” de rigor. Así se demolió el Estado constitucional venezolano.
En ciertas ocasiones, los avatares de la vida nos colocan en situaciones insondables, que con la perspectiva del tiempo cobran algún sentido personal.
En 1992, siendo vicepresidente de la Conferencia de Juventudes Políticas de América Latina, entonces en representación de la juventud del PLN, un grupo de jóvenes fuimos invitados por Acción Democrática a visitar al presidente democrático venezolano.
Aquello fue ocho días después de la intentona golpista de Chávez. Allí fui testigo de dos realidades: los orificios que había hecho la munición en el Palacio de Miraflores y el grado de inconsciencia general ante la amenaza que se cernía sobre la maltrecha nación. Aquel desapercibimiento resultó carísimo. Que no nos suceda igual.
Fernando Zamora C. es abogado constitucionalista.