Empiezo por traducirles las siglas: inteligencia artificial versus tercera edad.
¿Y por qué el versus, si son incontables las ventajas que este campo de la informática aportaría a la calidad de vida de nosotros, los adultos mayores?
Porque, para comenzar, cuando leo esos interesantes artículos de Harvard Medical School o del World Economic Forum sobre el tema, debo reconocer lo que me cuesta cerrar la mandíbula ante el asombro.
La lista es alucinante. ¡La IA podría hacer tanto por nosotros y de tantas maneras! Desde promover nuestro bienestar físico, mental y emocional, y mantenernos activos e independientes, hasta redefinir nuestro estilo de vida.
Con ayuda de inteligencia artificial, es posible coordinar citas médicas, detectar por adelantado el riesgo de padecer ciertas enfermedades y hasta personalizar tratamientos. Las IA activan botones de emergencia y, con un poco de imaginación, al estilo de Ray Bradbury o Isaac Asimov, podrían meter la ropa cuando empiece a llover.
Pero mi entusiasmo llega hasta donde dice: “Aclaración: estos servicios no están disponibles para Latinoamérica”.
Y, claro, era mucho pedir. Antes de adentrarnos en terrenos tan asombrosos y todopoderosos como los de la IA, valga decir que los algoritmos no saben lo que sentimos cuando se nos olvida el pin de la tarjeta o la contraseña del correo electrónico o del banco, ni ven cómo entornamos los ojos al cielo y empezamos a sufrir.
Una voz sin emoción nos advierte que “esta llamada está siendo grabada” y nos da tantas opciones de servicio que, cuando va por la novena, antes de que diga “o presione cero y será atendido por uno de nuestros agentes”, ya nos acordamos del numerillo, o desistimos hasta que aparezca el nieto o el sobrino más joven para que nos saque del apuro.
El menú de trámites en línea nos excluye por default. Realmente, nos sentimos como el T. Rex de Parque Jurásico, cuando, en un restaurante de comida rápida (que ahora es lenta),. nos dan 2001 opciones de menú, como en Odisea del espacio.
Imposible pedir un batido, un taco o un vaso de agua para la pastilla de la presión, sin escanear primero el código QR y así ver el menú y poder ordenar. ¡Dios mío!
Hablando de hipertensión, los aparatos digitales que la miden, después del ronroneo en medio de la espera a ver si tenemos un derrame o un infarto, a veces marcan EEEEEEEEEEEE y, en medio de la zozobra, no sabemos si están las pilas bajas o es un “Ehhhhhhh, se murió” digital.
Amo la ciencia ficción. Es uno de mis géneros favoritos. Pero me gustaba más cuando sus predicciones parecían lejanas. Ahora, me rodean aquellas paredes interactivas que hipnotizaron a la mujer de Montag, el bombero incendiario de Farenheit 451: pantallotas, tabletas, celulares y smartwatches.
Y mi IN (inteligencia natural) no da para tanto. Para entrar a la casa, un código; para activar la alarma, otro; para suscribirme a loquesea.com, otro, y para morir y recibir los santos óleos vía e-mail, otro.
Seguramente, el cielo ya está automatizado. Llegaré (eso espero) y una voz atómica me dirá que mi muerte estaba programada para el 2045 y que, por ir al Seguro, morí antes de tiempo. Y me chorreará de nuevo las 16 opciones para comunicarme con Tatica Dios o, en su defecto, me pedirá que marque cero para que uno de sus agentes valore si entro o si bajo unos pisos, adonde está más calientico.
No me quejo. Gracias a la tecnología, puedo conversar por videollamada con mis hijos y nietas a años luz de poder hacerlo en persona, y con eso me conformo.
Llegará el día en que podré hacerlo, quizá, con los que ya se fueron, porque de seguro, si seguimos vivos en Facebook (en las plataformas sociales, el que quiera no muere; es la legítima vida eterna), alguna aplicación resucitará a mis ancestros para podernos tomar un cafecito virtual.
No es un versus, en realidad. Es una ola inmensa a la que quienes peinamos canas tendremos que enfrentarnos con nuestra vieja tabla de surf, nuestra rebeldía hippie setentona y nuestra malicia indígena a prueba de ceros y unos.
Y, por muy artificial que sea la inteligencia, la mía –la propia, la genética, la heredada–, siempre tendrá el poder de presionar el botón, desconectar el enchufe y encender una fogata.
Ana Coralia Fernández es periodista y narradora oral.
