Sucedió en uno de esos jardines del descanso eterno, cuando acompañaba el sepelio del padre de una amiga. Tras la ceremonia religiosa en la capilla del camposanto, divisé a una mujer vestida de negro que observaba a distancia el tránsito lento del cortejo. De pronto, la dama avanzó resueltamente hacia donde nos encontrábamos, instantes en los que no sé por qué tuve la sensación de que, si ella traía algo entre manos, el asunto era conmigo.
Con una carpeta en un brazo y su lapicero en ristre, la mujer exclamó: “Señor, ¿qué tal si el día de su final pueda usted reposar en este paraíso?” y, sin decir agua va, comenzó a recitar la ganga que yo podría disfrutar al estampar mi firma –y después mis huesos– en la tierra prometida de aquel club sempiterno. Por qué a mí, preguntaba para mis adentros, mientras percibía como oír llover el guion “precocido” de la inoportuna desconocida. No tardé en percatarme, tras una vista al vuelo de la concurrencia, que era yo el único que peinaba canas.
“Vea, señor, usted paga mes a mes y, cuando se da cuenta, ya tiene financiado su viaje a la eternidad, capilla de velación, ceremonia en su templo favorito y un hermoso epitafio a ras del zacate”. Luego de varios intentos de replicar, le dije que me encontraba ahí por motivos de amistad, solidaridad y condolencia, sin ánimo de entablar negociaciones de ningún tipo. No obstante, la dama de negro continuaba con su retahíla y no volvió sobre sus pasos hasta que, sin darse del todo por vencida, al menos acató que conmigo no había manera, simplemente porque soy un caballero chapado a la antigua y para mí, cada cosa en su momento y lugar.
Desde entonces, me ha tocado conocer experiencias de familiares y amistades que han sido atraídas por sinnúmero de tentadoras ofertas relacionadas con la previsión ante el fallecimiento de algún familiar y, en los momentos cruciales del acontecimiento, después de que han cumplido con todos los requisitos y han cancelado puntualmente las cuotas de la inversión funeraria, en los pasajes más difíciles por el dolor, la confusión y la incertidumbre –porque no hay modo de evitar esos trances ante la desaparición terrenal, previsible o repentina, de un ser querido–, a la hora de la hora surgen decenas de pagos que no habían sido contemplados y saltan como liebres en la letra chiquitica de los contratos, hasta que por fin, luego de vueltas y vueltas, la familia doliente recibe a sus allegados en la funeraria donde hay percolador, café, té, agua caliente y galletas.
Debo reconocer que existen entidades que cumplen a carta cabal con sus ofertas y brindan planes de pago que reconfortan y traen sosiego en esas situaciones que no son lo que se dice de vida o muerte, sino más bien de ambas circunstancias: vida y muerte.
Lo cierto es que la escritura del tema de hoy me traía de vuelta y media. Luego de ensayar distintas versiones y enfoques, mi ansiedad llegó a tal grado que una noche de estas, soñé con mi propio final. Pero fue un sueño muy bonito, vieran ustedes, un funeral sin pompas ni cortejo. Con sencillez, desprovisto de cualquier objeto de valor, ataviado únicamente con una camiseta, un pantalón remendado y pantuflas, arribé a pie al Cementerio General, pregunté al guarda por la bóveda de los García, llegué al sitio indicado, me acosté bocarriba en la lápida y morí plácidamente, con mis chancletas abiertas de par en par.
roberto.comunic@gmail.com
Roberto García Herrera es periodista.