Un año y medio después de su inauguración, el gobierno anuncia algunas medidas con el afán de dinamizar la economía.
Para salir de esta situación de medianía, sin embargo, es necesario tomar decisiones de gran calado, y no tímidas instrucciones de vela corta. Es necesario un verdadero despegue, y por las razones que explicaré, estoy convencido de que el gobierno debe concentrarse en la transformación de los medios de explotación de nuestros recursos energéticos. La energía es potencia primaria y fuente por medio de la cual se desarrollan las sociedades.
Por la diversidad de factores que desata, toda transformación energética cataliza prosperidad como consecuencia inmediata. La historia lo demuestra. Sucedió en Costa Rica durante la segunda mitad del siglo XX, cuando rompimos con la Electric Bond and Share y echamos a andar el desarrollo hidroeléctrico que iluminó todos los rincones de la geografía nacional.
Igualmente lo demuestra la reciente experiencia islandesa. Pese a sus recientes dificultades financieras, el 80% del consumo energético de Islandia procede de fuentes renovables, y se proyectan al 100% para la próxima década. En ambos casos, las decisiones de política energética se tradujeron en crecimiento económico.
Evolución energética. La energía desempeña un papel esencial en el desarrollo y la decadencia de las civilizaciones. La cultura y la capacidad energética son los parámetros de medición de la prosperidad humana.
Para el antropólogo George MacCurdy, el grado de civilización de cada época estará determinado por la capacidad de utilizar la energía en su beneficio. En su obra La ciencia de la cultura , Leslie White recuerda que todo progreso se debe a la capacidad que logra la cultura de realizar suministros adicionales de energía.
Cuando tales recursos se agotan, si la cultura no es capaz de evolucionar hacia nuevos suministros, el progreso se detiene. La evolución social lo demuestra.
En su condición de cazador y recolector, durante la primera etapa de existencia humana, la fuente de energía fue su propio cuerpo. Posteriormente, con la transición a la actividad agrícola y ganadera, fue posible un mejor suministro de energía, y, por tanto, de excedentes productivos.
Es a partir de ello que surgen las primeras civilizaciones, pues los sobrantes de alimento representaron una reserva energética que permitió una mayor población. Cuando evoluciona la cantidad y calidad del recurso energético, con ello lo hacen el bienestar y el crecimiento.
Por ejemplo, la revolución del carbón permitió a la humanidad duplicar su población, y la posterior era del petróleo, sextuplicarla. Más aún, la era de los combustibles fósiles acarreó una manera distinta de organizar la sociedad humana.
Por tal desarrollo energético, fueron posibles los Estados nación, las grandes urbes y la actividad industrial. Los combustibles fósiles, además de una inmensa capacidad de consumo, promovieron las grandes organizaciones industriales, verticales y centralizadas, pues para la extracción era necesaria la capacidad logística de tales entidades.
Dilema. Vivimos los estertores de la era de los combustibles fósiles. La realidad nos plantea una encrucijada. Por una parte, por el indudable agotamiento del recurso y de la infraestructura global creada para explotarlo, y, por otra, el hallarnos en el umbral de un novedoso régimen energético, de una naturaleza radicalmente distinta.
La explotación de las nuevas energías, como lo son las derivadas de los biocombustibles, del hidrógeno o del Sol, implican una explotación más económica y, además, una posibilidad de producción mucho menos tendiente a monopolizarse y más vertical y centralizada.
Si cabe el término, es más “democrática”. Además, si bien es cierto que las fuentes alternativas mueven los automotores y la maquinaria, ellas no son sustitutas de los fertilizantes derivados de productos fósiles, indispensables para la producción masiva de alimentos. En otras palabras, por cada litro de combustible que hoy gastamos en movilizarnos, lo sacrificamos en futura producción alimentaria. El cambio energético urge.
Opción limpia. Abundan razones que demuestran cómo la transformación de los regímenes energéticos acarrea gran prosperidad. Veamos. Si al menos el gobierno decidiera virar hacia algún régimen energético alternativo –y el de los biocombustibles es el más viable–, lograríamos una implacable conquista económica, agraria, social y ambiental.
Según estadísticas de la FAO y del MAG, entre tierras degradadas, laderosas y terrenos que, por ganadería intensiva, perdieron su capacidad productiva, Costa Rica tiene entre 800.000 y un millón de hectáreas ociosas.
Resulta que, precisamente, la palma de coyol es un cultivo apto para ese tipo de tierra improductiva. Una vez que se siembra, produce y captura biomasa durante 80 años, generando un fruto que es ideal para la producción abundante de combustibles y aceites de gran eficiencia. Es un recurso energético limpio y fundamental para conservar el ambiente, pues, además de que es una especie reforestadora, las plantaciones también capturan mucho más dióxido de carbono del que emiten los combustibles que ellas mismas producen.
La revolución de los biocombustibles es una increíble noticia para la conservación ambiental, y es también una revolución económica y agraria que incidiría radicalmente en el desarrollo social. ¿Por qué? Si Recope decidiera comprar a un precio regular el biocombustible, la rentabilidad calculada es nada menos que superior a los $5.000 por hectárea. Difícilmente existen cultivos con tal nivel de rentabilidad.
Asimismo, en lo social, las estadísticas estiman que estos cultivos generarían un aproximado de 200.000 empleos directos. A ello se suman los indirectos, como resultado, por una parte, de las consecuencias de la misma actividad agraria, y los puestos de trabajo derivados del estímulo económico doméstico que produce el ahorro, pues sería reducir drásticamente la importación de combustibles.
La factura que pagamos por concepto de importación de hidrocarburos es mucho mayor a los $1.000 millones anuales. De consolidarse dicho nuevo régimen energético, seríamos autosuficientes en la producción de combustible, con lo cual esa cifra superior a los $1.000 millones, quedaría en nuestras manos.
El efecto multiplicador de ese dinero circulando en la economía doméstica causaría un crecimiento exponencial. ¿Podemos imaginar lo que significa ahorrarle a nuestra economía más de $1.000 millones al año? Aunado a todo lo anterior, la autosuficiencia energética nos garantizaría seguridad, pues ya no dependeríamos del suministro petrolero de terceros países y sus caprichosos vaivenes de precio. Sería liberarnos del chantaje petrolero.
Fernando Zamora Castellanos es abogado constitucionalista.