Cada quincena, un personaje muy conocido en nuestra institución visitó el centro de trabajo con la misión de localizar a cada funcionario. Recorrió los principales puntos del edificio, sus oficinas y pasillos; lo conocía como sus propias manos. Bienvenido por todos, siempre recibió sonrisas, saludos, deseos de buena suerte y apretones de manos. Nadie le hizo malas caras.
Tanto yo como la mayoría del personal desconocíamos su nombre y apellidos; eso no era un requisito. El requisito fundamental era conocerlo físicamente. Caso contrario, él sí necesitaba conocer –y corroborar– nuestra identidad: el nombre, los apellidos y el número de cédula de cada quien.
Siempre venía acompañado. Traía bien agarrada entre sus manos una cajita, hermosa compañera millonaria con olor a madera.
Todos lo identificábamos como “el pagador” y tenía acceso a los datos personales que estaban anotados en nuestra cédula de identidad. Siempre nos comparaba con “el de la fotografía” y podía conocer el salario devengado por cada uno.
En su cajita, bien acomodado en perfecto orden alfabético, traía el pago que nos correspondía por concepto de nuestro trabajo.
Cada quincena, su ingreso al edificio se anunciaba con alegría: ¡Pagador, pagador, viene el pagador!
Y todos recibíamos puntualmente el ansiado cartoncito de papel llamado “giro”. Nunca hubo que hacer huelgas ni manifestaciones, porque el pagador siempre llegaba a cumplir su trabajo en el día indicado. A nadie defraudó ni evadió.
Luego, seguía la “escapadita” –con el consentimiento de la jefatura– para convertir aquel papel en otros más vistosos llamados billetes, y en monedas.
Algunos iban en forma individual a hacer el canje en la Pagaduría Nacional o en las ventanillas de los bancos; otros formaban grupos pequeños, de dos o tres personas, para salir por turnos y no dejar desiertas las oficinas.
Ya por tener a “don dinero” en las manos, de regreso a los puestos de trabajo nunca faltaba el batido o el refresco, una parada en los helados de don Lolo Mora, o la compra de empanadas con cafecito en alguna de las soditas vecinas o en el propio Mercado Central.
En aquellas ocasiones en que estábamos ausentes cuando el señor de la Pagaduría Nacional visitaba nuestro lugar de trabajo, nos tocaba seguir la “ruta” del funcionario hasta otra institución para que nos entregara el giro. Y si eso no era posible, ¡terrible!, había que esperar tres días hábiles para poder retirarlo. ¡Tres días!
La otra opción para cambiar el giro consistía en utilizar el servicio que nos brindaba un compañero de la oficina. Siempre acompañado de otro compañero, se echaban encima la inmensa responsabilidad de ir al banco, hacer una enorme fila y traerle el dinero a cada funcionario. En un bolso negro, puro vinil, escondían el sustento de nuestras familias, burlando siempre a timadores y ladroncillos de la calle.
Aquellos valientes traían el salario de cada uno tal como se lo solicitamos: previamente, levantaban un listado donde se indicaba cuántos billetes de mil (no existían los “tucanes”), cuántos de 500, de 100 y de 50, además de las tan necesarias monedas para usar en los teléfonos públicos y en los pasajes de los buses.
Un día, al pagador lo desaparecieron junto a su inseparable cajita. Jamás volvió ninguno de los dos a nuestras oficinas ni pasillos.
Llegó la tecnología. Pagador y cajita de madera fueron enviados al olvido, pues su trabajo se tornó obsoleto. A cambio, nos trajeron una máquina con pantalla, botones y papel, sin brazos ni manos qué estrecharle. Sin que fuera posible expresarle nuestra gratitud, amistad o cariño. Cuando nos falla y nos niega la plata tan solo porque se le “cayó el sistema”, nos hace extrañar al personaje de la cajita mágica quien nunca nos dijo que estaba “temporalmente fuera de servicio”. Más bien, siempre prometía volver a la siguiente quincena, si Dios lo tenía con vida.
Posiblemente, el aparato en mención –como le sucedió al pagador y a su cajita– será reemplazado cuando se invente algo más moderno.
Un agradecimiento a los funcionarios de la Pagaduría Nacional de Costa Rica, en especial a sus “pagadores ambulantes” y al personal del Tribunal Supremo de Elecciones / Registro Civil, quienes, día a día, fortalecen los pilares de nuestra democracia.
José Manuel Morera Cabezas es XXXXXXX.
