¿Qué es la propina? Una compensación, tradicionalmente monetaria, a veces sí y otras no de genuina gratitud, pensé al principio, y así lo propone, salvo la ambigüedad, el infalible diccionario.
¿Por qué la otorgamos? Una ponderación entre recibir una atención grata y ser desprendido suena razonable, ¿no? Camus indicaría el comienzo.
Si desmenuzamos, al estilo aristotélico, ciertos aspectos de estas inconscientes y cotidianas preguntas y respuestas, el asunto se embellece y se complica.
Hace unos días, di una propina en un restaurante que frecuento. Me lo agradecieron, pero noté que simulaban estarlo y me sentí incómodo. El social de Sócrates estaría fidelísimo.
Fue algo así como cuando alguien nos otorga un cumplido y este es, oculta y evidentemente, forzoso. Ese componente embarazoso de todo acto de caridad debe contemplarse minuciosamente, eso sí, para detallarlo.
Dado lo anterior, no quise que ninguno de los presentes observara el acto, por lo que me levanté y ofrecí la gratificación de manera oculta, a plena luz del día; nadie vio, supuse, y me sentí incómodamente cómodo.
Ese aire de superioridad indescifrable, que se pierde en el momento, de cuando se es magnánimo y nadie lo sabe. El que nadie lo sepa es lo pulcro y arrogante.
Premedité las posibles consecuencias: si lo hubiera hecho enfrente de todos, en la mesa, habría ganado merecidos y ocultos desprecios; esos, que con solo una mirada son evidentes. Por cierto, la mesa era redonda.
“Lo realizó porque se siente moralmente superior”, especularán los demás. Así como el dilema ético, inmencionable, de algunos religiosos.
De manera espontánea, recordé un pensamiento: los famosos actos altruistas, maquiavélicamente premeditados, tradicionalmente utilizados por políticos, como algunas compensaciones monetarias, ¡no son altruistas!
Eso sí, jamás concluiría que son negativos, pero no nos engañemos, ahí no existe ni media pizca de generosidad estrictamente pura.
Volví a la mesa y, poco después, me surgió otra duda: ¿Por qué se daría gratificación en un viaje irrepetible? No volveremos a ver a estas personas, nadie nos conoce. No obstante, tendemos a ofrecerlas asiduamente.
Podríamos, sencillamente, levantarnos, irnos y no dejar nada. Sin duda, algún desprecio se generará hacia nosotros, pero ¿a quién le importa? De manera efímera, a uno mismo, quizá, pero nada trascendental.
Es por un acuerdo tácito social, resolví insatisfecho. Como las reglas de ética: pocas poseen argumentos filosóficamente válidos; no obstante, nos parecen lógicas y las cumplimos.
Un libertario —verdaderamente— rothbardiano me diría que estoy subestimando la capacidad natural bondadosa del ser humano. ¿Somos caritativos siempre que otorgamos propina? ¿Lo somos solo porque nadie se dio cuenta? ¿El altruista lo es por lo demás?
Jamás, cualidades tan puras no pueden reducirse a lo superficial de los inalcanzables pensamientos y sentimientos ajenos, pensé. Debe de ser interno. Entonces, ¿me sentí bondadoso?
Realmente, no del todo. Fue un acto egoísta. Cualidad que se tacha, popular y automáticamente, de negativa, mas nunca he entendido la razón; igual, pero al revés, que con la democracia.
Primero, cavilé sobre mí y las consecuencias positivas. No me pasó, ni de cerca, la felicidad de los receptores y, aun así, al menos a mí, me pareció que sí lo estaban. Qué curioso.
¡Ayn Rand sí que es objetivamente buena!
Unos días después volví al restaurante. En cuestión de frenéticos segundos, sin haber dicho absolutamente nada, ni siquiera haber medio saludado con la mirada (como cuando se sabe que la persona está ahí, pero nos hacemos los “locos”), ya me tenían el trago listo.
Todo se resumió en esta banal pero mal entendida bebida, al estilo del sistema de precios en el libre mercado. Plantea el filósofo coreano Byung-Chul Han que la belleza de las cosas “se manifiesta tiempo después, a la luz de otra, por la significatividad de una reminiscencia”. Volveré a dejarla, concluí.
El no obligatorio estipendio, el acto de ofrecer gratitud en términos monetarios, la representatividad de un sentimiento en algo tan vulgar como el dinero, me parece fenomenal y armonioso. Además, nos evita innecesarias, antiestéticas, estrambóticas y diplomáticas conversaciones.
Es un epítome sobreentendido de las cualidades humanas, pensé al final, diferente de la propuesta del poco filosófico diccionario. La propina es incómoda pero profunda. “¿Quién es John Galt?”.
El autor es estudiante de Economía.