
Mi presión arterial está muy bien; estable, digamos. Considerando mi peso y edad, se encuentra en un rango aceptable, dice el doctor. Pero en este artículo no me refiero a la presión alta de pastillas y relojitos. Hablo de la presión social, esa que nos persigue siempre, como el algoritmo de las plataformas.
La de la ceja levantaba si nuestro niño grita o hace berrinche en el bus, el avión o el supermercado. La que censura el estornudo o el breve episodio de tos de cualquier fulano en el cine. La que se queja de todo y de todos. La que no duerme y jamás descansa.
No es de ahora, es vieja como una abuela. Recuerdo allá, en el jurásico tardío de mi juventud, cuando era una muchacha llena de ilusiones y sueños por cumplir, casadera y bonita –porque a los dieciocho no hay novilla fea–, y no tenía novio. Mis primas sí. Mis compañeras sí.
Entonces, en las reuniones familiares y de amigos, tarde o temprano me caía la consabida pregunta: “¿Ya tiene novio?“. Y se sentía feo, porque, en aquellos días, las mujeres debíamos esperar a ser escogidas; de manera que si no aparecía el muchacho de turno, había que irse a la “Mil Colores” a ir buscando los géneros para vestir santicos.
Apareció el novio. (Nandito, quien hasta el día de hoy es mi mejor amigo, mi compañero de vida, mi sol). Y entonces, en medio del asombro de que por fin tuviera novio –porque hay que decirlo: casadera y bonita, pero siempre fui como un ornitorrinco, rarísima–, la presión social, tan silenciosa como la arterial, arremetía con la segunda pregunta: “¿Y para cuándo comemos queque?“, en una clara alusión a la próxima y esperada boda.
Vino la boda. Comimos queque. Felices, armamos el nido, y al tiempito no más, la siguiente del interrogatorio: “¿Y para cuándo el bebé?“.
Llegó la beba. Y no porque nos sintiéramos presionados. Deseábamos con locura un hijo y nos llegó la Cata para colmarnos de amor.
Pero la alegría y la paz no duraron mucho, porque no se hicieron esperar las mil trescientas preguntas de para cuándo el hermanito. Estos son solo unos pocos ejemplos, porque la lista se puede extender todo lo que queramos.
Si estás pasada de peso, “¿por qué tan gorda?“. Si es al contrario, ”¿qué estás haciendo? ¡Ya no adelgacés más! ¡No te luce!“.
Si tenés mucho trabajo, ahí está la tarjeta amarilla. Si no tenés, la fábula de la hormiga y la cigarra. Si te dedicás al arte, “te vas a morir de hambre”. Si te dejó tu pareja, “por algo sería”. Si te sonrió la suerte, “en algo andarás”. Si solo falta que te orine un perro, la sentencia será contundente e inapelable.
¿Para cuándo el diploma? ¿Y trabajo fijo? ¿Vas a tener hijos? ¿Por qué tan corta la falda? ¿Por qué tan larga? ¿Por qué tan alto? ¿Por qué tan bajo? ¿Por qué por aquí? ¿Por qué por allá?
Y doña Censura lo hace con las mejores intenciones, solo por ayudar; ni siquiera podemos tomárnoslo personal.
Lo peor es que las nuevas generaciones se agotan en esta carrera sin fin de competencias por todo y aumentan a cada segundo la presión sobre ellos y sobre su entorno.
No hay manera de que descansen un segundo sin sentirse culpables, inútiles e insuficientes. Sacan los diplomas como barajas de naipes, para obtener puestos donde lo único sofisticado que tienen es el nombre, porque los salarios son de subsistencia.
Bachilleratos, licenciaturas, maestrías, doctorados... de montones de personas sin trabajo.
Y la presión sigue y sigue. Implacable y para todos. Como la maestra en la puerta de la vida que nos obliga a mostrarle las uñas y los dientes para defendernos de nosotros mismos.
¿Pero saben qué? Tenemos un último refugio: la bendita rebeldía.
Sí, la bendita rebeldía de sacarle la lengua a la presión social. Nada sobre nosotros sin nosotros. La rebeldía de vivir en nuestros propios términos, de aplicar al tiempo y al entorno nuestras reglas sin tanto rollo.
Podemos elegir darles a los niños más espacios de aire libre, más cariño y menos ritalina, y que los jóvenes se crean de verdad que no todo está perdido y que se vale soñar y apuntarle a las estrellas.
Que los adultos no se sientan tan mal, ni tan tristes, ni tan fracasados. Lo están haciendo bien, y si no, por lo menos están haciendo lo posible.
Y que los viejos, gracias a nuestras canas y experiencia, seamos vistos como fuentes de consulta y de paz, en lugar de sentirnos como bancas de parque.
Es que una cosa es tener la presión 120/80 y otra cosa, esa culpa interminable de no sentirse aceptado o, peor aún, de verse medido por parámetros que no sé quién diablos inventó para lograr no sé qué diablos.
Porque eso de pasarse la vida buscando dar la talla ante la presión social es como estar en una clase de spinning eterna: pedalear y pedalear y no llegar a ninguna parte.
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Ana Coralia Fernández es periodista y narradora oral.