“No quiero un ejército de soldados, sino de educadores” fue la declaración de paz más contundente con que la Junta Fundadora de la Segunda República anunció el 1.° de diciembre de 1948 la abolición del ejército, por medio de José María Figueres Ferrer.
Se trató de una de las más grandes decisiones históricas, y puso a Costa Rica como ejemplo de civismo en el plano internacional.
Somos varias las generaciones que hemos nacido en un país sin ejército, un gran alivio para millones de familias que su seno nunca será quebrantado por la ingratitud de un servicio militar obligatorio o la incertidumbre y el dolor de una guerra, cuyas consecuencias siempre son trágicas.
Las palabras del político japonés Ryoichi Sasakawa, “dichosa la madre costarricense que sabe que su hijo al nacer jamás será soldado”, son una afirmación que me pone a reflexionar cada vez que las leo acerca de lo valiosísima que es para nuestras familias esta certeza, pues en otras naciones miles de jóvenes fallecen en guerras sin sentido.
Gracias a la decisión de 1948, que transformó un cuartel en lo que hoy es el Museo Nacional, a corto plazo, el presupuesto que se dedicaba a las fuerzas armadas se convirtió en inversión para el desarrollo humano, en educación, salud, cultura e infraestructura.
Como señalan expertos que han llevado a cabo estudios sobre el impacto económico de la abolición del ejército, hubo de inmediato un crecimiento en el PIB.
Sin ejército, hemos cimentado una idiosincrasia de paz y una estabilidad política envidiables, a pesar de que a nuestro alrededor se han producido, durante décadas, derrocamientos, intentos de golpes de Estado y una sostenida violencia política, civil, religiosa y étnica, de la cual hemos logrado mantenernos al margen.
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Es una dicha habernos caracterizado por dialogar y resolver los conflictos en un ambiente de paz. Debemos celebrarlo en grande y defenderlo a capa y espada.
Tenemos la potestad de elegir libremente a nuestro presidente y la gran dicha de departir y discutir sanamente con nuestros contendores en política, sin el riesgo de que nos encarcelen por opinar diferente, pues en las familias también se admite la diversidad ideológica.
El ambiente pacífico ha facilitado la instalación en nuestro territorio de entidades de la talla de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, la Universidad para la Paz o empresas multinacionales que buscan estabilidad política y mano de obra preparada para hacer su trabajo.
Gracias a la inversión en educación, hemos logrado conformar un ejército de maestros y profesores con los que se ha alcanzado una tasa de alfabetización del 97,86 %.
Gracias también a la visión de aquellos próceres contamos con un sistema social de salud solidario, envidiable y en favor del bienestar de la población, cuyo resultado, entre otros, es una larga expectativa de vida.
Debemos sentirnos muy orgullosos de ver a nuestro ejército de estudiantes y maestros desfilando cada año para conmemorar nuestra independencia.
Como docente de carrera y rectora de una universidad privada, me siento muy orgullosa de haber nacido en este país y me alegra saber que miles de jóvenes eligen libremente qué estudiar en un ambiente muy lejano de las balas y uniformes militares.
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Debemos velar por que nuestros niños y jóvenes sigan teniendo el derecho a la formación ciudadana y a la educación, pues son la mejor manera de reforzar nuestra cultura de paz.
Debemos exigir que sea una formación de calidad, que responda a las necesidades del presente y el futuro, que se modernicen la enseñanza y el aprendizaje, estimulando el pensamiento crítico, la resolución de problemas, las habilidades de socialización y el trabajo en equipo para seguir siendo un ejemplo para el mundo.
La autora es rectora de la Universidad Fidélitas.
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