Una sobrina me acaba de contar que su suegra se disculpó con ella por no haber educado a su hijo para asumir sus responsabilidades domésticas, y le confesó: “Me habría gustado entregarte un mejor hombre”. Siendo así, mi sobrina y su esposo debieron pasar por un duro período tras el cual lograron, al fin, pactar dividirse la mitad de todo, incluyendo el cuidado del perro.
Muchísimos hombres a lo largo de la historia han sabido negarse a aprovechar los privilegios que la sociedad machista les concede y, por el contrario, han denunciado la injusticia. Por ejemplo, el filósofo inglés John Stuart Mill defendió intensamente los derechos de las mujeres, al punto que, en 1869, publicó el libro “El sometimiento de las mujeres”.
Hoy, un hombre, para ser solidario con nuestras luchas, no tiene que escribir un libro, basta con hacerse cargo de lavar su ropa, preparar su comida, atender a sus hijos, lavar el inodoro.
Con solo negarse a aceptar que una mujer –sea la mamá, la esposa, una hermana, una amiga– lo atienda, como si fuera su empleada doméstica, ya estará marcando un gran cambio.
No tiene nada de inocente que alguien por solo el hecho de ser hombre tenga garantizados los servicios gratuitos de por vida para la atención de su sobrevivencia: alimentos preparados y platos, inodoros, ropa de cama y piso de la casa limpios. Veamos por qué.
Mayores ventajas. Un hombre, al no necesitar ocupar su tiempo en hervir frijoles, puede usarlo en otras cosas que, por lo general, conllevan recompensa, como jugar fútbol, estar en una reunión de trabajo o hacer una tesis doctoral. Además, los oficios domésticos no son una actividad prestigiosa; por eso nadie incluye en el currículum algo así como: “15 años de experiencia en hacer picadillos y barrer la acera del frente de la casa”.
Finalmente, porque el hecho de que aún hoy sean las mujeres, incluso muchas con títulos universitarios y trabajos prestigiosos, las responsables finales de atender la casa y a quienes viven ahí, es un resabio de aquello que la teórica política Carole Pateman llamó, “el contrato sexual”, un orden donde, desde el inicio, las mujeres quedamos fuera de la vida pública. Así, tener que atender la casa es una manera de seguir, simbólicamente, más dentro que fuera.
La autora es profesora e investigadora del Centro de Investigación en Estudios de la Mujer, UCR.