Hace dos meses no lo hubiesen sospechado, aunque ya el miedo empezaba a escalar con el arranque de la segunda administración Trump. Cientos de personas migrantes fueron sacadas de Estados Unidos con esposas y grilletes, el mismo trato que se daría a un criminal peligroso. Habían perdido la noción del tiempo cuando, custodiadas con gran violencia y brutalidad, las subieron a un avión con rumbo desconocido.
Fueron sorprendidas en circunstancias cotidianas, cuando tomaban café en su lugar de trabajo, cuando departían con sus familias, cuando se presentaban a una cita migratoria. Sin explicación alguna, las apresaron y las expulsaron solamente con lo que llevaban puesto. Más de 60 niños y niñas, sus madres y, en algunos casos, sus padres.
Eran originarias de Asia, de África, de otras latitudes. Una confluencia de distintos idiomas, costumbres, experiencias y religiones, pero nada de eso importó. A todas, en cuenta a los adultos mayores y las mujeres embarazadas, se les trató como delincuentes, como si fueran una amenaza.
A bordo de un avión, emprendieron una travesía no planeada a Costa Rica. A su llegada los esperaban más policías, más vigilancia, más operativos. Fueron a los primeros que vieron en aquel nuevo destino no elegido: oficiales armados, autoridades migratorias y funcionarios de gobierno en un país extraño, gente hostil que les producía más miedo, el mismo miedo que sintieron al perder su libertad sin explicación alguna.
Su horror era –y todavía es– que los devolvieran a los países de los que salieron huyendo o tuvieron que dejar forzosamente porque sus vidas estaban en riesgo, esos lugares que fueron sus hogares, pero que ya no podían serlo más.
Pero en Costa Rica llegaron al cautiverio. Les dieron la bienvenida personas armadas, así como funcionarios de la Organización Internacional de las Migraciones (OIM), una agencia de Naciones Unidas que cada vez parece estar más alineada con las arbitrariedades y abusos de gobiernos antimigrantes y antiderechos, cuando su mandato original es todo lo contrario.
Ya en suelo costarricense, les aguardaba un viaje por tierra de 300 kilómetros, siempre bajo custodia policial. Los buses rodaron durante ocho largas horas sin hacer una sola parada. Desconocían adónde se dirigían, pues nunca se les dijo. Llegaron a un lugar rodeado de mallas: el Centro de Atención Temporal de Migrantes (Catem), en el cantón de Corredores, en la zona sur de Costa Rica.
Estaba allí Mario Zamora, ministro de Seguridad, rodeado de cámaras que tomarían cientos de fotos y videos para retratar aquel “recibimiento solidario”.
A las 3 a. m., cuando ya no había reflectores, muchos de los recién llegados empezaron a llorar en silencio. Dolor e incertidumbre por hallarse en otra cárcel, en cautiverio a miles de kilómetros de Estados Unidos. No podían comunicarse con sus seres queridos ni contaban con intérpretes, pese a que su idioma les impedía comunicarse.
Poco menos de dos meses después, esas personas siguen dando vueltas en aquellos calurosos galerones, donde permanecen recluidas. Caminan en círculos con sus hijos e hijas pequeñas. Patrullas de la Policía de Migración custodian el lugar, para evitar que alguien se escape. Quizá debaten internamente cuál va a ser su destino, mientras intentan entender las órdenes de los ”soldados costarricenses”, como los llaman.
Luego de todo este tiempo, no se ha compartido con las organizaciones de derechos humanos y de atención humanitaria quiénes son esas personas, quiénes permanecen allí, quiénes ya han salido. No se sabe quiénes fueron regresados a sus países de origen. ¿Dónde están las evidencias que garantizan que su situación se resolvió ofreciéndoles un retorno seguro?
Hace un tiempo, Costa Rica era un refugio para quienes buscaban protección y auxilio. Hoy lo rige un gobierno que, como parte de un juego político perverso y siniestro, descarta a una parte de la humanidad.
Las personas que se vieron forzadas a migrar, no deben ser tratadas como criminales. Como lo afirmó el papa Francisco: ¡los migrantes no son el peligro; están en peligro!
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Roy Arias Cruz es coordinador de trabajo en fronteras con el Servicio Jesuita para Migrantes Costa Rica.