Nuestro temor a la vejez no debería estar caracterizado por el miedo a la inevitable muerte. Por el contrario, con la edad, deberían ocuparnos asuntos más sensatos y urgentes, como, por ejemplo, procurar no convertirnos en enajenados ridículos que buscan incesantemente conseguir lo que nunca fue ni será.
El tan buscado “elixir de la eterna juventud” no deja de ser un pachulí barato y ruin que huele a viejo bobo y majadero. Así, el envejecer no debería consistir en un aterrizaje forzoso ni rebuscado en las pistas del aeropuerto del ficticio País del Nunca Jamás, en donde Peter Pan tiene la ilusoria tarea de sostener un despropósito: cuidar a unos niños perdidos que, como su cuidador, tampoco crecerán.
El no reconocerse en una edad determinada convierte el zeitgeist (espíritu de la época, según la doctrina hegeliana) en una insoportable carga de inadaptación emocional, cuyo costo se paga con desequilibrio mental. Quizá por eso no es de extrañar que síntomas como la depresión y los ataques de pánico constituyen manifestaciones de enfermedades —en su mayoría somatizadas— en personas de la tercera edad y adultos jóvenes.
La ciencia médica y la psicología moderna han demostrado que la dictadura de ese deseo desbordado de la eterna juventud tiene como campo de batalla el cuerpo de los mismos individuos.
Los distintos estadios de este desajuste emocional abarcan puntos extremos que implican una dicotomía patológica que encierra una contradicción en los términos: por un lado, el intento voluntario de detener el paso del tiempo (tratamientos estéticos y operaciones), pero, por otro, el intento —tal vez inconsciente— de desgastar y maltratar el cuerpo hasta llevarlo al límite de la temeridad, por ejemplo, el abuso de drogas y el insomnio asumido como “continuidad de la vigilia”.
Todo ello acompañado por sucedáneos e intensos cuadros de hipocondría asociados a una perenne insatisfacción existencial y personal, los cuales, pareciera, pretenden ser exorcizados conjurando otra contradicción: vivir en un presente que es eternizado.
No estoy inventando nada. Veo en la televisión treintañeros y cuarentones disfrazados de Batman o la Sirenita, intercambiando postalitas de superhéroes de videojuegos; también se publicitan para adultos de la tercera edad suplementos alimenticios para elevar el rendimiento físico y sexual.
Lo anterior describe la condición moderna de exorcizar el pasado y el futuro, los cuales representan impedimentos materiales para la eterna juventud.
¿Será un subproducto de la modernidad? ¿O consecuencia de un deseo biológico-cultural reprimido (Freud), cuya génesis está en algún punto en los albores de la conciencia histórica de la humanidad? Como intento de respuesta a la segunda cuestión, recurriré a un antiguo mito clásico.
En la leyenda griega de Prometeo (titán que regaló a la humanidad el fuego después de robarlo a los dioses del Olimpo), Pandora —esposa de Epimeteo, hermano del titán— es considerada culpable de desatar entre los mortales un enjambre de horribles tragedias, pues ella decidió desoír el mandato de su cuñado, quien le prohibió abrir un regalo malintencionado enviado por Zeus: la llamada caja de Pandora.
Al romper el sello, brotaron espantosos engendros alados que picaron a los humanos y les causaron dolor y angustia. Sus nombres eran Muerte, Vicio, Locura, Enfermedad y… ¡Vejez!
Así, ya en el imaginario de las culturas antiguas del Mediterráneo se constata que la vejez era considerada una de las tantas tragedias humanas en este “valle de lágrimas”. Sin embargo, no quiere decir que el “espíritu de aquella época” sobre la vejez sea el de hoy.
Leemos en los moralistas griegos y romanos (Sócrates, Séneca, Epicuro, Epícteto, Cicerón) que para estas culturas la vejez era una forma sosegada, modesta y resignada de un “sentimiento de despedida”. Quienes se resisten a este sentimiento de quietud senil no es que desean realmente vivir, ¡sino que anhelan sostenerse en la vida a toda costa!
Ya lo decía Demócrito de Abdera: “Los insensatos aborrecen la vida y quieren vivir por temor al Hades”. Es decir, si bebemos el elixir de la eterna juventud es porque en el fondo aborrecemos la vida como continuidad finita.
No deja de ser interesante (¡y trágica!) esta situación. Los antiguos veían en la vejez el punto final de un viaje hacia la consolidación de la vida en sí misma, es decir, para ellos la vejez era parte de la aceptación de la vida como tal; para algunos de nosotros, en cambio, la vejez no es más que una abusiva y patológica negación del tiempo (¡bueno, eso no es de extrañar, pues vivimos en la época de los negacionismos!).
Tal vez les espera la suerte del rey Titono, a quien Zeus concedió la vida eterna, pero no la eterna juventud: hoy este rey troyano camina entre nosotros, ¡en forma de grillo!
barrientos_francisco@hotmail.com
El autor es profesor de Matemáticas.
https://www.nacion.com/opinion/foros/la-vejez-una-enfermedad-jamas/YFNDWILYHVBKRAEAFK22E45SNI/story/