La naturaleza, siempre generosa en prodigios, nos regaló el pasado mes de marzo, una espléndida luna de sangre.
Hoy sabemos con exactitud qué la produce, pero nuestros antepasados le temían con justa razón. En su necesidad de explicarse los eclipses, creían que el del Sol era provocado por las funestas hormigas Xybal, que lo atacaban cada cierto tiempo y, en su afán de comerlo, iban cubriendo poco a poco su disco luminoso.
La luna de sangre, por su parte, tenía a un protagonista de mayor tamaño: un salvaje jaguar.
Según pensaban, el felino era envidioso. Celoso del brillo lunar y de que esta ocupase siempre un sitio más alto que él, esperaba en la oscuridad del cosmos el momento oportuno para saltar sobre ella y desgarrarla a dentelladas. La mordía una y otra vez con furia descontrolada y, desde la tierra, los pueblos del incanato observaban con pesar, cómo la hemorragia se extendía por la pálida piel de la Luna hasta cubrirla por completo.
El brutal asalto generaba terror, no solo por el sufrimiento de la Luna, compañera entrañable de aquellos pueblos incaicos, sino, sobre todo, por la posibilidad de que en uno de sus impredecibles arranques de furia, el jaguar decidiera arremeter también contra la Tierra, destruir sus campos, despedazar sus agriculturas y devorar a hombres, mujeres y niños.
Razón no les faltaba para aquellos miedos. El jaguar es un superdepredador, también llamado depredador tope. Su ataque se compone de una espera vigilante, agazapada, movimientos sigilosos en las sombras y, de pronto, un salto letal y una mordida furiosa en el cuello o en el cráneo de su presa. Su mordida es capaz de aplastar el caparazón de una tortuga. Y, por cierto, su dieta puede ser tan variable como su temperamento: ataca a quien sea, cuando sea y como sea.
Como superdepredador que es, sabe que su vida depende de atacar; ni siquiera los otros miembros de su grupo están a salvo de su furia. No es raro, entonces, que fabrique emboscadas en las que pueden caer algunos de los de su propio equipo, con los que sostiene, con alguna frecuencia, violentas peleas.
Tiene la tendencia a marcar un territorio del que se siente dueño; consume su vida en una terrible lucha por controlar su entorno y, si le es posible, reproducirse para extender mediante sus cachorros su vocación de dominio.
Para el jaguar, depredador total, su vida se consume en ser él a costa de los demás. No tiene otro camino, la naturaleza lo hizo así. Ser un superdepredador parece una ventaja, pero es también una condena, porque su paso por el mundo se transforma en una permanente búsqueda de presas.
Pensaban nuestros antepasados que, después de que las hormigas xybal se comían al Sol, o de que el furibundo jaguar devoraba la Luna, sobrevendrían las calamidades en la tierra. Quizá por eso decían que, “señales en el cielo, desgracias en la Tierra”. Lo tenían claro: el jaguar podría producir daños indirectos, los derivados de su feroz asalto a la Luna, o directos, si decidía volverse contra la Tierra y atacar todo lo que en ella habita.
Y como una fatal premonición, ocurre que, de vez en cuando, algún jaguar nacido en democracia, amamantado en democracia y criado en sus instituciones, imposibilitado de refrenar sus irascibles impulsos, muestra sus ansias de devorar ese entorno democrático que le permitió ser jaguar. En su afán depredador, lanza zarpazos contra los órganos de la justicia, dentelladas contra los legisladores y embiste, enajenado de razón, a cualquiera que le parezca un botín apetecible.
Y aunque en la naturaleza del jaguar está el esconderse para ser certero en el ataque, de vez en cuando se asoma, por lo menos una vez por semana, para recordar amenazante que ya eclipsó a la democracia, pero que su verdadero deseo es devorarla.
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Édgar Chavarría Solano
