No les duele. No se inmutan. Lo ven pasar de reojo, con indiferencia. Intrascendente. En el mejor de los casos, es flor de un día. Les conmueve, pero rápidamente ese sentimiento se disipa y vuelven a su acostumbrada inercia.
No les duele, no les toca el alma, no los estremece porque nunca, o casi nunca, son la familia doliente. Como personas y como sociedad, algunos se han insensibilizado. Lo más desafortunado no es que no lloren el dolor del desconocido que pierde trágicamente a un ser querido o del que afronta la adversidad en alguna de sus formas.
Lo realmente grave es que ya no les importe el dolor social que vive el que tiene hambre, el que implora por ayuda, el que ve y vive la violencia doméstica en su propia piel, el que no conoce cosa distinta del abuso y la violencia.
Esa indiferencia está viendo cómo esas enfermedades sociales nos arrancan generaciones completas de jóvenes, para quienes el dolor propio fue tal que se convirtió en llaga que nadie sanó y luego, en callo.
Un callo que ya no les permite sentir el dolor propio, y mucho menos el ajeno. El sábado pasado el joven Marco Calzada fue asesinado. Salió a hacer lo que con alegría juvenil lo caracterizaba: vivir su vida a plenitud.
Marco inventaba su destino y lo forjaba a punta de esfuerzo y sacrificio. Su vida fue arrebatada por muchachos imberbes que quizás fueron víctimas de su propio dolor, del callo que ya no les permitía sentir el sufrimiento ajeno, el de Marco y su familia.
Ya no les resultaba posible ver que Marco era de a pie, como ellos, de los que la pulsean. Paradójicamente, le arrebataron la vida a un aliado. Porque Marco sí era sensible al dolor ajeno, al dolor social.
A sus incipientes pero bien vividos 19 años, tenía muy clara su hombría de bien y la necesidad de su entorno que clamaba por su actuar correcto y entregado a los demás.
Líder de juventudes, compartía lo que tenía arraigado en su corazón: sus valores y su espiritualidad. Como misionero, era consciente de la necesidad en comunidades de alto riesgo social, y trabajaba ahí y con ellos.
Su huella, la de un pie aún joven, pisaba hondo. Hoy, muchos chicos que él tocó con su mística lloran su partida, incrédulos, con más preguntas que respuestas.
Pero si hay algo que tienen claro, es que la obra que Marco realizaba debe continuar. Él se encargó de plantar en cada uno de esos corazones la sensibilidad que como sociedad algunos perdieron.
La miopía social que padecen conduce a pensar que solo con la mejor y más nutrida policía del mundo o con los mejores jueces detendremos la epidemia de violencia que nos desangra.
Nada más equivocado. No son los policías ni los jueces los que deben trabajar los valores en cada hogar de este país. Eso nos toca a nosotros.
El autor es abogado.