La semana pasada leí en las redes sociales: “¡Qué negras más acomplejadas, ahora a nadie se le puede llamar negro sin que se sienta ofendido!”.
De repente, cuestionar una resolución de la Comisión de Derechos Humanos de la Asamblea derivó en un ataque directo a dos personas, mujeres y afrodescendientes. Más aún, el advertir sobre la reproducción de estereotipos racistas fue tachado como un complejo de “negras”. Otras voces se alzaron en nombre de la infancia (“los niños quieren a Cocorí ”), de la erudición (“¿cuestionaremos todos los clásicos?”) o del nacionalismo (“el libro más leído”). Ambas tendencias sugieren un racismo peligrosísimo, porque lo niegan o relativizan.
¿Por qué nos ha resultado tan difícil escuchar un argumento que intenta proteger la integridad de los niños afrodescendientes? ¿Por qué las señoras diputadas deben enfrentar persecución al denunciar racismo? Porque forma parte de nuestra cotidianidad. Porque la homogeneidad nacional mestiza no es solo un mito fundacional de nuestra patria, sino un síntoma de violencia estructural por el cual en Costa Rica el poder, en cada una de sus manifestaciones, tiene color (y como corolarios, también tiene género, opción sexual y clase).
Somos “mez-ticos”: los herederos y pregoneros de las verdades (lo blanco es bello), prodigios (cuyos creadores son blancos) e ideas de progreso del mundo occidental (blanco). En nuestro sistema sabemos tolerar al otro, al no blanco, y le dejamos muy claro que somos la mayoría; muy mestizos, pero de los claritos.
Le recomendamos que, para vivir en paz, deberá no solo seguir las reglas de nuestro juego, sino, además, tratar de ser como nosotros. Abrazará nuestro saber y juicios como sus dogmas y padecerá nuestros prejuicios con resignación. Así, calladito, bajando cabeza, como hace más de quinientos años, cuando “otras” verdades, prodigios e ideas de progreso o bien intentaron exterminarse o se condenaron al ámbito de lo primitivo.
¿Me refiero entonces a una violencia vieja? No, a una violencia arraigada hasta hoy. Por ella, el novio muy moreno de mi prima muy blanca acepta y ríe el “usted no habla porque es negro” que le dice su cuñado.
Por ella, las señoras diputadas Epsy Campbell y Maureen Clarke han sido objeto del ataque personalizado y descalificador de la lucha antirracista.
Su solicitud concreta apuntaba al no respaldo estatal, traducido en financiamiento, de la difusión, esta vez musical, del producto Cocorí. Su culpa, vergüenza y osadía es haber cuestionado el canon cultural costarricense. El nombre del autor, mercado editorial, coyuntura histórica, gustos literarios de mayoría mestiza (blanca) y reconocimiento de organismo internacional, cada instancia aparentemente infalible, protegen a Cocorí. Mientras que detractores invalidan como capricho o complejo la voz de mujeres afrodescendientes y, en consecuencia, sus experiencias y la de sus hijos.
Santificado. Y así funciona el canon. De manera análoga a su connotación religiosa, por la cual se reconoce lo auténtico, inspirado y “santo”, ciertos objetos artísticos y sus creadores son “consagrados”. Programas educativos, con sus presencias y ausencias, canonizan. Comunican un proyecto ideológico estatal, un imaginario de valores nacionales y una definición de ciudadanía. Actividades culturales patrocinadas por el Estado responden a la misma lógica.
Por eso, las instituciones públicas deben revisar, una y otra vez, aquello que nuestro sistema educativo y cultural propone como epítome de lo nacional y, finalmente, responder a las demandas de quienes históricamente han estado al margen de la discusión y la misma idea de “lo costarricense”.
¿Cuáles serán los textos, tradiciones, epistemologías, idiomas, expresiones estéticas que comunicarán la presencia y visión de los no blancos sobre sí mismos? ¿Tendrá el proceso de construcción de estas “otras listas” tantos seguidores como nuestro pequeño (san) Cocorí ? Cualquier cosa puede pasar en el país de los no racistas.
(*)Marianela Muñoz es profesora de la Escuela de Filología, Lingüística y Literatura de la Universidad de Costa Rica. Luis Urrieta Jr. es profesor asociado de la Escuela de Educación en la Universidad de Texas en Austin.