En las décadas de los sesenta y setenta, las juventudes se involucraban y respondían a los abusos de poder de los gobiernos y sus políticas totalitarias. Frente a la repudiable masacre de Tlatelolco, intelectuales como Elena Poniatowska y Octavio Paz, entre otros, contribuyeron al control político civil de esos hechos bárbaros. Todavía hoy resuena en la memoria ese amargo episodio, tanto que la presidenta de México, Claudia Sheinbaum, ofreció disculpas por ello.
“Hace 56 años, en la plaza de Tlatelolco, después de un movimiento estudiantil que lo que pedía era libertad, democracia, libertad de los presos políticos, fue perpetrada una de las mayores atrocidades que se vivió en México en la segunda mitad del siglo XX”, dijo Sheinbaum.
Los jóvenes estuvieron presentes en la lucha por sus derechos y, sobre todo, en su tarea social. Sin embargo, en el nuevo siglo, México tiene una nueva marca de violencia: la masacre de Ayotzinapa. Aunque antaño los jóvenes luchaban contra políticas y acciones gubernamentales antagónicas a su visión de sociedad, hoy parecen desvanecidos. Solo los familiares de las víctimas acuden a las calles a luchar por sus derechos.
En el siglo pasado, la participación juvenil era notoria. Vivíamos en un mundo controlado por la mano férrea de dictadores, en contraste con el ideal de democracia abierta y participativa, aspiración de la mayoría de los seres humanos. No obstante, el abuso del poder no pasa de moda. El narcotráfico ha logrado cogobernar en algunas naciones y ha cambiado el perfil de los gobiernos. Los gobernantes se deshacen justificando sus acciones contra ellos, pero los narcos conviven con el poder, y surgen nuevas mafias que atraen a los sectores más jóvenes.
Latinoamérica transita por ese pedregoso camino, donde antes dominaba la bota militar o el poder detrás del trono. Los intereses económicos se instauran sin detenerse en la relación social con los ciudadanos de a pie, los trabajadores y los grupos que surgen de la labor diaria.
En el siglo XXI, pasamos de aquellos gobernantes del XX, sustentados en la academia o con suficiente respaldo social para dirigir con tino, seriedad y responsabilidad, a una sociedad de grupos delincuenciales con gran poder y de gobernantes que se presentan ante la ciudadanía en espectáculos para aplacar y vender mejor sus acciones.
Otro cambio radical en los gobiernos latinoamericanos son los tintes de revolucionarios que, como antes, establecen una especie de sainete semanal llamado conferencia de prensa, con fecha y hora fijas. La práctica pasó de ofrecer información, como era antes, a actuar en escenas de promoción pura.
Ver a Chávez antes y a Maduro ahora en Venezuela, a Andrés Manuel López Obrador en México, a Bukele en El Salvador, a Rodrigo Chaves en Costa Rica o a los Ortega en Nicaragua lo confirma.
Es la moda, que se convierte en un arma de control para una masa menos inquisidora y más seguidora, ya sea por pasión o por su necesidad de seguir a alguien. En Costa Rica, el espectáculo semanal también se presenta, pero con mayor rudeza. Aquí se ofende a las personas, se critica a los otros dos poderes de la República, se despotrica contra la Sala Constitucional y se incita a los ciudadanos a rebelarse contra el Ministerio Público, a alterar el orden jurídico que debemos acatar.
Como me dijo el excandidato Rolando Araya, “hoy las campañas se enfocan más en aspectos de la emoción que en la razón”.
El populismo no es nuevo, pero se volverá más agresivo conforme los gobernantes necesiten tapar sus deficiencias. Para ello acuden al llamamiento de sus hordas, buscando respaldo y envalentonándose. Es la pasión y la euforia. Ven el infierno como el cielo. En ese espectáculo se puede hacer de todo. ¿Hasta dónde llegaremos?
Luis Ramírez Ramírez es abogado y fue diputado.