Falta un cuarto de hora para las seis de la mañana del lunes 2 de mayo. Distraído y taciturno, camino por las inmediaciones del edificio del Ministerio de Salud, en las cercanías del parque de la Merced.
En la madrugada llovió, y a la humedad del ambiente se añade un extraño olor de orfandad y miseria. Entonces, percibo en los umbrales del edificio ministerial, a pocos metros de la calzada, la sensación pictórica de una escena cinematográfica que, en cierto modo, justifica un velo de tristeza que, sin motivo aparente, me invade.
La humedad retuerce mis tripas y enmohece el fondo de mis entrañas. Quiero decir que, a veces, el lúgubre ambiente exterior nos atraviesa la piel, se nos mete en el cuerpo, nos estruja el alma y nos escamotea la esperanza.
—¿Qué anda buscando, papi?
—Nada, solo algo para comer.
—Aquí no hay comida, ¡piérdase!
Un ser agresivo y oscuro increpa al congénere intruso que hurga entre trapos de los fantasmas somnolientos y remolones que tardan en incorporarse.
Me alejo un poco para tomar, a prudente distancia, la fotografía de la escena que se me antoja montada con tintes de paradoja en el circuito de la salud, como se lee en un rótulo al lado.
Siento que al descorrer el telón del lugar irrumpen en el proscenio los miserables de Victor Hugo o los olvidados de Buñuel. “¿Qué anda buscando, papi?”. “Nada, algo para comer”.
Sigo la línea narrativa del drama al atravesar el parque de la Merced, despoblado este lunes y a esta hora de sus habituales nicaragüenses.
Tomo rumbo oeste-este del bulevar de la Avenida Central, y me distraigo con los proveedores del Mercado Central, afanados con los mariscos y pescados congelados, pollos de empaque y otras mercancías. Nada nuevo bajo el sol.
Es un pueblo que se levanta y procura comenzar con renovado afán la semana, mientras mi errático itinerario matutino es tan tempranero que los rayos de un sol incipiente apenas se filtran en los adoquines.
“Aquí empieza el mar”, leo en una placa metálica de una alcantarilla. Para mí, es una petición poética de que no tiremos desechos a caños, bordes y aceras, una pequeña súplica de adoquín para preservar el océano inmenso.
Entretanto, las persianas metálicas de los establecimientos vuelven a enrollarse para mostrar las vitrinas de un comercio que renace tras los cristales sobrevivientes del tsunami de la pandemia.
Anochece, leo con parsimonia al argentino Martín Caparrós. Casi por casualidad, me detengo en un párrafo, en la página 10 de su obra El hambre.
“Nada ha influido más en la historia de la humanidad. Ninguna enfermedad, ninguna guerra ha matado más gente. Todavía, ninguna plaga es tan letal y, al mismo tiempo, tan evitable como el hambre”, dice la obra del connotado escritor.
Cierro por un momento el libro, vuelvo a mi “normalidad” y, devoto de una sinceridad casi ingenua, expreso en un susurro: ¿Será mucho pedir al nuevo gobierno que las políticas sociales salten de los parámetros y los cálculos y modifiquen, de verdad, la realidad de las calles?
El autor es periodista.