La vida no es una colección de cosas o incidentes. No podemos tampoco captarla a través de una pantalla de vidrio. Las imágenes, los datos y las cifras no definen la existencia.
Lo esencial de la vida se encuentra en las personas, en las relaciones humanas que requieren tiempo, palabras, gestos y miradas.
Nuestra cultura está orientada y centrada en los resultados, en la eficacia, la utilidad y el beneficio. Ello demanda velocidad, pero la velocidad no nos lleva necesariamente a los verdaderos derroteros de la vida. Esa velocidad suele robarnos algo irrecuperable: el tiempo.
Es preciso hacer una pausa. Lo sustancial lo encontramos en la sencillez de lo cotidiano, como lo es detenernos a mirar por la ventana y asombrarnos con lo que vemos. Retraerse del ruido y la aceleración, de tanta dispersión.
Por otro lado, no es posible vivir en un mundo sin miradas. Sería un mundo agonizante. El filósofo coreano Byung-Chul Han habla del llamado fenómeno de la desaparición del otro. Un mundo que nos va alejando de la riqueza de las relaciones presenciales y de la generación de vínculos. Un mundo digital “incorpóreo”, que carece de vida y fuerza propias. Un mundo donde todos miran una pantalla y sencillamente “desaparecen”, pues son ignorados.
Ciertas narraciones debemos hacerlas en primera persona. Nuestra historia se basa en hechos, en realidades. No vive de la ficción o la fantasía.
Hace pocos días, dejé de ver la vida a través de una pantalla. Empecé a mirarla a través de los ojos de mi nieta Natalia. Los abría por primera vez y, embelesada, yo quería capturar cada uno de sus gestos y movimientos.
El tiempo para mí finalmente se detuvo, y experimenté una gran libertad interior, una agradecida serenidad y sosiego. Redescubrí la relevancia de la contemplación y la ternura.
Cuánta sabiduría había en mi regazo y cuánta fuerza detrás de aquella “fragilidad”. La fuerza de lo que es esencial: la atención y el cuidado del otro.
En aquella ternura, recordé una frase de la polaca Olga Tokarczuk, premio nobel de literatura en el 2018: “La ternura es el arte de personificar, de compartir sentimientos y, por tanto, de descubrir similitudes”.
La ternura es un rasgo antropológico del ser humano. Se dice que brota del poder del amor, de su verdad y bondad. Uno debe detenerse, hacer una pausa para redescubrir la belleza de lo cotidiano y de lo humano. Poner atención a quienes amamos. Ellos algún día no estarán con nosotros, pero no desaparecerán de nuestra memoria, pues a fin de cuentas somos lo que amamos.
La autora es administradora de negocios.