No convocamos una enfermedad ni esperamos la muerte de un ser querido, la pérdida de un trabajo o emprendimiento ni el término de una relación ni el abandono de un sueño.
Sobreponerse requiere fortaleza, lo que se define como la virtud de los enamorados, de los convencidos, de aquellos que por un ideal que vale la pena son capaces de arrastrar los mayores riesgos.
El dolor y el temor tocan la misma puerta: la esperanza. Ella nos pone en camino. Se dice que detrás de la esperanza siempre se encuentra un amor, pues nos brinda un propósito. No es posible hablar de fortaleza sin esperanza.
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Reemprender supone esfuerzo. Mirar el lado bueno de la vida. Dotar de sentido nuestra realidad. Siempre encontraremos razones para ser fuertes porque la vida nos entrega una misión. Cada uno tiene la suya y cada uno libra sus propias batallas. Quien tiene un porqué para vivir, encontrará casi siempre el cómo.
Ponernos en camino retorna las convicciones y seguridades perdidas. Ante la dificultad, el conformista se detiene, el inconformista avanza. A medida que se encara lo difícil, progresamos y nos hacemos más fuertes.
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Constatamos nuestra capacidad de acometer, una de las caras de la fortaleza. Acometimos porque supimos resistir. Resistir no es pasividad. El que resiste no renuncia. No desiste. Resistir es la otra cara de la fortaleza, una virtud que no solo es física, sino también moral.
A pesar de las dificultades, la vida es ilusión. Nos sigue entregando la capacidad de soñar y de asombrarnos. La capacidad de descubrir en nosotros la grandeza de ánimo para renovar las ganas de luchar, de crecernos contra los obstáculos y perseverar en el camino. El dolor nos hará fuertes. El valor superará nuestro temor. Convoquemos la llega de la esperanza y no dejemos de mirar al cielo.
La autora es administradora de negocios.