En un artículo reciente intitulado ¿Quién decidió no nombrarme? (Opinión, 18/7/2018), la señora Gladys Jiménez Arias reproduce y entusiastamente recomienda creer en unos mitos característicos de la ideología que pugna por hacer obligatorio expresarse acatando la neojerga llamada “lenguaje inclusivo”. Dado lo típicas que sus afirmaciones son como eslóganes de esa ideología, valga esta oportunidad para añadir unas observaciones complementarias a los apuntes de desmitologización que sobre ese asunto publiqué aquí tiempo atrás en un artículo titulado El lenguaje ‘inclusivo’ (Opinión, 6/5/2016).
La falsedad básica. “...lo que no se nombra no existe, se excluye o se invisibiliza”. Si semejante aseveración fuese verdad, entonces el Sol o el gallo pinto “no existen, se excluyen o se invisibilizan” por todo cuanto escribió allí Gladys Jiménez. ¿No es cierto que ella omite revelar a sus lectores que San José recibe rayos solares y que por ahí gente desayuna con gallo pinto? Tampoco aclara en su artículo que existen el Japón y unos cuantos sitios más en el orbe, ni que...
Otra falsa presunción. “... el uso de los términos todas y todos, niños y niñas, presidente o presidenta, ciudadano o ciudadana … si los empleamos con más frecuencia podremos, entre otras cosas, erradicar discriminaciones, eliminar estereotipos, promover igualdad”. No existe evidencia empírica alguna, ni científica ni en la experiencia común cotidiana, de que tales repeticiones sirvan para aquello en la práctica, por más tedio en alargamientos superfluos con que consigan recargar los discursos.
¿Lenguaje ‘patriarcal’? “Cama” (femenino), “lit” (masculino, francés), “bed” (neutro, alemán), ¿significan exactamente lo mismo... o ya no? El arroz, la voz: ¿por qué no “el” voz y “la” arroz, o la “voza” y la “arroza”? “Todos” suele querer decir un conjunto de hombres y de mujeres, “personas” mienta eso mismo: significados iguales, a pesar de que una de esas palabras es de género masculino y la otra de género femenino. ¿Extraño? ¡Para nada!
No es el fonema “o” ni el “a” quienes por sí fijan los significados. Ninguno de los dos se vinculan exclusivamente con hombres o solo con mujeres ¡Nada que ver con algo así como una conspiración “patriarcal” para establecer “machísticamente” los significados!
¿Por qué “el Papa” y no “el Papo”? (También está “la papa”). ¿Por qué para “hombre” y “mujer”, cuyas sílabas finales son ambas de “e”, resulta que ahí esta letra de significa masculinidad en el primer caso y feminidad en el segundo? Incluso, colmo de los asombros, ¿por qué la ideología de “género” no duda de que aun esta misma palabra –¡gramaticalmente masculina!– es apta para referirse igualmente a las mujeres?
Asimismo, para no irnos nada lejos, seguramente los ejemplares escritos de este mismo periódico no pueden menos que ser hermafroditas, tienen cada cual su vulva-pene, pues he aquí que el nombre La Nación lleva tanto “a” como “o”. (O bien, para asegurarse de veras en cuanto a no “invisibilizar”, será indispensable completar debidamente esa denominación: necesita pasar a llamarse “La Naciona" y "El Naciono”, o acaso “Le Necién”).
Curioso lenguaje “machista” ese donde abundan ejemplos como los siguientes. En efecto, si el lenguaje se encuentra subyugado bajo la conspiración patriarcal de “invisibilizar” lo femenino, ¿por qué las virtudes más encomiadas se nombran por términos que, justamente, no son del género masculino?: humanidad, abnegación, nobleza, destreza, heroicidad, religión, divinidad, fe, ciencia, razón, sabiduría, inteligencia, honestidad, felicidad, belleza, patria, civilización, paz, espiritualidad, bondad, fraternidad, caridad, sinceridad, imparcialidad, democracia, justicia, libertad... Y otro misterio más, el nombre de las artes (¡a la conspiración patriarcal se le escapó llamarles “artos”!): música, literatura, pintura, escultura...
Festín de pleonasmos. “Tenemos que ser nombradas y ocupar un lugar en la lengua”. Las personas del sexo femenino están “nombradas” mediante las reglas habituales del idioma castellano, desde tantos siglos atrás, sin necesidad alguna de incurrir en el amontonamiento de redundancias llamado “lenguaje inclusivo”.
De lo contrario, cuando el Código Penal costarricense no presentaba la figura “femini-cidio”, aquí hubiera estado exento de consecuencias penales degollar a mujeres o bebés. Si fuese verdad esa idea que repite Gladys Jiménez, entonces a los jueces nacionales no les habría pasado por las mientes que mujeres y niños estaban comprendidos al escribir “homi-cidio” en ese Código.
Y aun con su licenciatura en Derecho, la propia señora Jiménez Arias habría estado impedida (al parecer) de afiliarse al Colegio de Abogados antes del 2011, momento cuando por fin se logró la formidable conquista de derechos, hasta entonces inéditos para las mujeres, que dependen de añadir “y Abogadas” en el título de ese colegio profesional.
Seguramente a las niñas se les sigue negando, desde siempre, la atención médica en el Hospital de Niños. Según le consta al “inclusivismo” lingüístico, aquellas “no existen” en esa zona de San José, mientras falte el agregado “y Niñas” en el nombre de ese centro médico. También, por supuesto, la gripe no alcanza a los varones, dado que esa palabra es del género gramatical femenino. Y…
El mito tiene “razones”. Ante los llamados al lenguaje “inclusivo”, estas “derivaciones” (Pareto) de neta raigambre ideológico-maniqueísta, el asunto de fondo no es, al fin de cuentas, lo que diga o no diga ninguna instancia oficial, sea la Real Academia Española (RAE) –pero hasta ella podría terminar cediendo a los poderosísimos cabildos de lo “políticamente correcto” en España– o los comisariatos estatales de lenguaje “inclusivo” (así en la UCR, Poder Judicial, etc.). Basta y sobra con no cerrar los ojos a cómo se usa el idioma español normalmente (cuando funcionarios no son obligados a otra cosa).
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¿Existen hablantes del español que no alcancen a entender cuando escuchan palabras como “todos” o “niños”, su significado corriente? Yo no me creo que ni aun los propios “inclusivistas” se confundan de veras al respecto. Solo que, así como “el corazón tiene sus razones que la razón desconoce” (Pascal), así también cada ideología cultiva sus “razones” propias para coserse los párpados ante cuanto ella prefiere no ver.
De ahí que, si bien aseveraciones como esas que recoge la señora Jiménez Arias están desprovistas de respaldo alguno en comprobaciones con rigor científico sobre la empiria lingüística efectiva, lo cierto es que para pregonar aquellas no cuenta, de hecho, lo rotundas que en el plano intelectual son esas carencias. No es alguna cuestión de orden intelectual en sí misma, no se trata de ideas ajustadas a unas u otras fundamentaciones racionales: “El mito no posee fundamentos, no los necesita” (Kolakowski).
El autor es catedrático de la Universidad de Costa Rica.