En los años postrimeros de su vida, Michel de Eyquem, señor de Montaigne (1533-1592), compuso el más filosófico de los tres libros de los Essais (Ensayos) , el cual se publicó en 1588. El libro tercero contiene el afamado ensayo “De los cojos”, uno de los mejores del castellano de Montravel. El título, alusivo a una salaz réplica, a un procaz escita, de cierta reina amazona, no es plenamente informativo en relación con el contenido del ensayo, consistente en un progresista alegato en favor de la mesura reflexiva de los jueces, en orden a sentenciar con mayor sensatez.
Política penal. Asevero lo anterior para contrastar el ensayo undécimo con De la demonomanía de los hechiceros (París, 1580), de Jean Bodin (1529-1596), y con los escritos de los debeladores del propio Montaigne, v. gr., el conspicuo jesuita belga Martín del Río. Estos últimos, en los cuales prendió un celo inquisitorial incendiario fundado, presumiblemente, sobre Deuteronomio, xviii, x-xi, Éxodo, xxii, xvii, y Levítico, xx, xxvii, propugnaron exacerbar la riguridad del derecho penal.
Montaigne, en cambio, propició la adopción de una política penal condescendiente para con hechiceros y brujos. Mandar “cocer” a una persona sospechosa de hechicería o de brujería implica, por añadidura, conferir a nuestras endebles conjeturas un valor cognoscitivo, del cual carecen.
Para mejor sustentar su posición, confesó, en el susodicho ensayo, que alguna vez examinó concienzudamente, a petición de un príncipe soberano que pretendía socavar su cerril “incredulidad”, a diez o doce brujos encausados. Concluyó, con base en un prolijo examen, que los brujos de marras habrían requerido, más que de cicuta, de eléboro; que aquellos eran enfermos mentales, no genuinos delincuentes, a menos que hubiesen actuado como fabricantes de tósigos.
Con su asombrosa elegancia literaria, advirtió de que podemos creer al hechicero que se incrimina a sí mismo, en aquello que es humano, i. e. , que es natural, no en aquello que se sitúa “fuera de su concepción y tiene efecto sobrenatural”. En tal caso, solamente se le ha de creer en la medida en que “una sobrenatural aprobación lo autoriza”.
Aquel privilegio que a Dios plugo conferir a unos ciertos testigos, no debe ser deturpado comunicándose con levedad. Con excepcional probidad, el ensayista renacentista declaró que en casos de abrumadora inverosimilitud, él no se habría otorgado crédito a sí mismo, sino que habría conjeturado la falsedad de testimonio de los testigos contestes.
Salvó vidas. En Montaigne y su tiempo, Gerald Nakam ha rememorado que la lectura de este pasaje de los Essais, por parte de juiciosos magistrados, contribuyó a salvar la vida en Tours, en 1590, de catorce imputados. ¿A cuántos libros podemos atribuir la salvación de la vida de catorce congéneres? Meditemos acerca del sugerente erotema enunciado en Montaigne a caballo, de Jean Lacouture.
El castellano de Montravel columbró la crítica enarbolada por David Hume (1711-1776) en relación con el acaecimiento de milagros. Como el asenso a un hecho preternatural exija un esfuerzo mayor –hogaño aludiríamos a una menor parsimonia explicativa– que la adhesión a la hipótesis según la cual la mente del perceptor es la instancia que, por causa de funcionamiento inapropiado, ha forjado proyectivamente el correspondiente estado sobrenatural de cosas, habremos de explicarnos el “portento”, entonces, como una consecuencia especular de cierta proyección mental.
El castellano de Montravel estableció, intrépidamente, que no conoció mayor milagro que él mismo. Adoptó, con sutileza y denuedo, una disposición iconoclasta a propósito de los milagros y los portentos. Tácitamente, se propuso significar que el “hecho” milagroso se reduce a un prodigio, el cual no excede de los límites de la naturaleza. Estos últimos, empero, no nos son irrefragablemente conocidos.
Los lectores concienzudos no pueden sino colegir que el filósofo escéptico de afiliación pirrónica acabó por preponderar sobre el pensador de proclividad naturalista. Si bien es cierto que los agentes pensantes deben ser cautelosos relativamente a las derivaciones supersticiosas del supernaturalismo, para prevenir su zozobra en medio de las turbias aguas de la superstición, fenómeno mental y cultural peor que el ateísmo, han de omitir también, con idéntica diligencia, la temeridad inherente al naturalismo y al inmanentismo, toda vez que no cuentan, ni contarán jamás, con certidumbre acerca de los difusos contornos de la “totalidad” natural.