Las mujeres hemos logrado, con el pasar del tiempo, nuevas y mejores oportunidades y espacios en la sociedad. No son un regalo del gobierno ni fruto del “cambio de época”, sino el resultado de años de lucha histórica, un acumulado de pequeños logros que, uno sobre el otro, y gracias al esfuerzo de muchas, nos dan el lugar que tenemos ahora.
Un estira y encoge nos aprisiona y libera a la vez. La ilusión de los derechos que las mujeres costarricenses hemos obtenido hasta este momento, con el esfuerzo de valientes antecesoras, se va destiñendo en una delgada capa que deja entrever otros sinsabores de la lucha feminista.
La lejanía de tan añorada visión mantenida a lo largo de siglos se torna perversa cuando se manifiesta la dulce victoria de una ley contra el acoso callejero, pero que a la vez se encubre con el conservadurismo y la indiferencia hacia el respeto y la integridad que una mujer pueda recibir en su lugar de trabajo, obtenido merced a una carrera profesional —sostenida con sacrificio y resistencia— con la misma soltura que los hombres.
Parece que cada progreso en derechos para las mujeres consistiera en una distracción para aquellas que luchan, no solo para que estos prevalezcan, sino también para que se discutan, se propongan y se generen otros debates que permitan una participación ciudadana en igualdad de condiciones y oportunidades, que libren a toda niña y mujer de ser blanco fácil, vulnerable al juego patriarcal que se mueve en el ambiente laboral, el espacio público y el hogar, sediento de control y dominio, alimentado por la necesitada masculinidad de quien lo ejerce.
La misma corrupción que el pueblo condena en sus gobernantes converge con los denunciados actos de acoso sexual que la mayoría de los votantes no condenan.
Desde la perspectiva económica, es innegable que la corrupción de líderes políticos en el país limita la asignación de financiamiento destinado a recursos públicos, programas y políticas sociales, así como para la ampliación de espacios para garantizar una participación digna a las mujeres, madres, trabajadoras y niñas, quienes llevan sobre sus hombros el futuro de sus familias y el suyo propio.
A la desvalorización por ofrecer mejores facultades que respondan a la actual desigualdad de género contrarrestada con siglos de lucha que viven las mujeres, se suman oportunistas políticos que no reparan en la situación, sino que con nula preocupación por los derechos de la mujer ganan los votos de ciudadanos que se mantienen indiferentes a tales esfuerzos.
Son privilegiados, porque su escalar en tan injusta pirámide no ha encontrado los tropiezos de la sexualización y subestimación de colegas, superiores, cónyuges.
La corrupción que enmarcan también los actos de acoso laboral que abaten la dignidad de las mujeres limitan y entorpecen la participación femenina en la fuerza laboral —más del cincuenta por ciento según datos del último año—, garante del progreso económico del país, que también conlleva en parte o en su totalidad las responsabilidades familiares y la búsqueda de realización personal del colectivo femenino.
Ante las posibles consecuencias de un solapado y connotado discurso machista, nuestro deber es mantenernos firmes, esperanzadas en que no estamos solas y que nunca seremos las únicas.
Hay toda una fuerza de mujeres y niñas incómodas y decepcionadas de las figuras masculinas posicionadas en altos mandos y sin atisbos de sentido común de género.
Con fuerza, autonomía y confianza para no dejarnos atropellar por juegos de poder, es como nuestro país sale adelante, movido por nuestras ideas, persistencia y audacia.
La autora es educadora.