No me malinterprete. Es un villancico hermoso. Lo canto y me emociono. Me enternece. No puedo, sin embargo, dejar de pensar en lo distinta que debe haber sido aquella noche; lo lejos que seguro estuvo de ser la apacible estampa que esa canción y tantas otras representaciones navideñas, nos han construido del nacimiento de Jesús. Es probable que, a nivel cognitivo, aquellas estrofas activen en nuestros cerebros más recuerdos de nuestra infancia en la memoria episódica, que información específica sobre la narración bíblica a la que alude, y ello, aunque comprensible, puede hacernos perder de vista el sentido del relato.
Ni serenidad ni armonía. Ni jojojo ni jijiji. Estamos en una provincia convulsa del Imperio. El rencor acumulado por las humillaciones del ocupante extranjero y por el cosmopolitismo helénico de la aristocracia local, alrededor del monarca idumeo, hacen que la sedición esté a flor de piel entre el campesinado expoliado. En unas cuantas décadas estallará la guerra que acabará con la patria de David. Lejos están aquellos años dorados del pequeño imperio regional que, sobre la base de una confederación tribal, consolidó un Estado fuerte, centralizando culto y burocracia en Jerusalén, capaz de imaginar a Sion como ombligo del mundo. En los albores del siglo I, Israel no era ya un reino, sino una añoranza, un ensueño cotidianamente horadado por legiones romanas.
Es en ese contexto que el autor de la obra lucana quiere que entendamos su texto. Solo así se comprende que una mujer con nueve meses de gestación deba hacer un incomodísimo y peligroso viaje de al menos cuatro días en burro, para que su marido sea censado, vigilado y sangrado a punta de impuestos. Solo así se entiende que deba dar a luz en una cueva para animales y que, al poco tiempo, deban huir para salvar la vida de su hijo de la paranoia de un tirano. Da igual la cuestión sobre la historicidad de estos aspectos. El punto es la atmósfera opresiva que el autor da como marco de su relato (muy distinta a la del villancico).
No es la armonía, sino el conflicto, lo que se estaba gestando. Por eso la “bendición” que recibe María en el Baby shower del niño fue: “Este está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción, ¡y a ti una espada te atravesará el alma!”. Por eso ella misma, celebrando su estado, no evocará al dios de la neutral concordia, sino al que “quitó de los tronos a los poderosos, y exaltó a los humildes. A los hambrientos colmó de bienes, y a los ricos envió vacíos”. Del coro celeste escucharán los pastores (gente sobre la que pesaba el prejuicio y desprecio social): “paz en la tierra a los hombres de buena voluntad”. El conflicto es entre la pax romana (orden y progreso, sin importar a cuántos haya que aplastar para controlar el caos) y el Shalom de Dios (justicia, equidad y plenitud).
Ni aquella fue una noche de primoroso encanto, ni el cristianismo, al menos el de los evangelios, tiene mucho de relax y disolución del conflicto. No se confunda, esto no es budismo. Hay una enorme distancia entre el Nirvana y el grito de angustia, reclamo y duda, de Jesús en la cruz. La misma que hay entre el dios protector de la familia tradicional y el que dijo que “los enemigos de un hombre serán los de su propia casa”. Entre la gracia barata del telepredicador, que cuesta una ofrenda, y la costosa de Bonhoeffer, que puede costar la vida. A veces parece que los ateos comprenden esto mejor que los beatos: en Confieso que he vivido, Neruda advierte la radical diferencia entre la imagen del sosegado Buda y la del tenso crucificado. Sí, Jesús dijo “mi paz os dejo mi paz os doy”, pero lo dijo mientras sudaba sangre en Getsemaní.
La fe cristiana se oferta actualmente como un producto para la paz interior y familiar. Una sopa de pollo para el alma. Así, si usted se acerca a Jesús, le prometen que su ajetreada vida profesional y sus conflictos familiares encontrarán remanso y solución. Lo cierto es que al Jesús histórico el éxito en la vida profesional y la armonía entre cónyuges y entre padres e hijos, le importaba un comino. La paz interior, como hoy la entienden los motivadores de la TV, menos. La autopsia de Martin Luther King (asesinado con 39 años) reveló que tenía un corazón de un hombre de 60, gastado por el estrés de seguir, en serio, a Jesús. Si su disposición (que me parece válida) es por una vida reposada, sin conflictos y tranquila, tiene muchas opciones de desarrollo espiritual: ir al Tibet, hacer Feng Shui o yoga.
Seguir a Jesús de Nazaret, que eso se suponía que era el cristianismo, no es fácil. Se equivocó de religión si opta por la cristiana como un spinning espiritual. Con Kierkegaard le pido: no convierta la cruz en una trompeta de juguete.
Ser cristiano no es una obligación para nadie. No creo que sea un requisito para ser una buena persona (conozco personas con una rectitud moral que dudo alcanzar algún día, que no lo son). De hecho pienso que serlo o no, no tiene más consecuencias diferenciadoras que el sentido que uno le asigna a sus experiencias y pasado, y la esperanza concreta con que encara el futuro. Por eso no ser cristiano no es ninguna tragedia. Lo que sí lo es (o quizá parezca más una comedia), es creer que uno lo es, sin siquiera entender de qué se trata la cosa.