Tomás Guardia, en 1871, eliminó la pena de muerte y declaró que la vida era “inviolable”. Pero como los ticos interpretamos todo a nuestra conveniencia, creímos que si la vida era inviolable nadie, ni Dios, podía quitárnosla. Gracias a este decreto, muchos decidieron seguir viviendo en un estado más cómodo entre la vida y la muerte, de ahí que se les llame no-muertos, revinientes o redivivos. Viven con lujos pero lo hacen por chupar la sangre o robar la energía de los vivos. En términos populares, se les conoce como vampiros.
Nos hemos llenado de ellos. Aunque espantados, hemos aprendido a identificarlos, sabemos claramente que hay algo que delata que están muertos en vida. Puede ser la mirada, la figura que no se se refleja en el espejo o alguna mueca extraña, pero sea lo que sea, ya no viven como nosotros; están en un mejor mundo. Lo peor es que quieren todavía otro superior. Ellos sueñan con una anualidad más alta, con una pensión millonaria, con una embajada en Europa, una alcaldía, una diputación, un ministerio o hasta otro premio Nobel.
Tretas. Los vampiros subsisten de nuestra ingenuidad y tratan de que no los reconozcamos. Tienen las agallas de volver a pedir nuestra ayuda, nuestros cuerpos y nuestra solidaridad. Nos aúllan que pertenecen a la clase trabajadora, que sus marchas son iguales a las de los obreros europeos que demandaban condiciones básicas de seguridad y la jornada de ocho horas. Pero la tragedia es que la ambición los sigue matando y que por corteses que somos, nadie se atreve a decirles que nos hacemos los tontos para que estas almas en pena no sepan lo que verdaderamente sentimos.
Unos se convirtieron en nosferatu cuando se dieron salarios de ¢8 hasta ¢17 millones, cuando se compraron un Mercedes Benz, cuando pusieron a sus parientes en puestos de dirigencia, crearon sociedades anónimas para no pagar impuestos o crearon cátedras para sus hijos. Otros pasaron de chamba en chamba para obtener pensiones inmerecidas, préstamos bancarios, cemento chino o construyeron trochas y caminos para estafarnos. Estábamos tan ocupados luchando para subsistir nosotros que no nos dimos cuenta cuándo nos empezaron a clavar los colmillos.
Son ya tantos que están inundando nuestros barrios, nuestras comunidades y nuestras ciudades. Encabezan los desfiles, aparecen en la radio, en la prensa, en el Facebook y en la televisión, lanzan sus proclamas, respiran y hasta sonríen como cualquiera, nos saludan y los saludamos y les reiteramos nuestro aprecio. Lo hacemos para que ellos no se den cuenta que los tenemos identificados y que preferimos, si podemos, cruzar la calle. Tememos, eso sí, averiguar qué quieren, otra vez, de nosotros, qué piensan chuparnos más si ya ni nos queda más sangre que darles.
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Primer mundo. Estamos conscientes de que cada vez que vamos a una cita a la Caja, a uno de sus juzgados, a realizar cualquier trámite burocrático, a llenar el tanque de gasolina o al supermercado, vemos una sombra fantasmal, un excedente que explica la diferencia entre el costo real de primer mundo que pagamos y la realidad material del servicio o del producto del tercer mundo que recibimos. Esta diferencia es la que los vampiros se dejaron en sus bolsillos.
No podemos hacer nada ni quitárnoslos de encima. Algunas tradiciones sostienen que un vampiro no puede entrar en una casa si no es invitado por el dueño; pero que una vez adentro, ya no podemos deshacernos de él.
El autor es historiador.