Hace frío. Los pasajeros nos apretujamos con recelo. Tratamos de guarecernos del chubasco y usamos el “mupi” como mampara. Este anuncia el nuevo concierto al que seguramente no tendremos plata para ir.
Llevamos “los pases” en la mano. Algunos, la cédula. Otros, bollos de pan y bolsas de natilla para el desayuno comunitario en la oficina.
Y a lo lejos se divisa, entre la fila multicolor de carros, “piratas”, taxis colectivos, motos, bicis y más, el esperado bus.
—¡Ahí viene!—, dice una voz resignada.
Estiramos el cuello como jirafas para ver de lejos si trae campito, aunque sea de pie.
Se detiene ante nosotros. La puerta neumática se abre cual guillotina y nos indica que podemos subir.
El chofer impávido –a veces tranquilo, a veces serio como una estatua de la Isla de Pascua– nos advierte que hay que hacerse hacia atrás en la varilla.
“Me colaboran, por favor, ¡córranse! ¡El muchacho de anteojos, si me colabora!”
Pasamos uno a uno, cuidándonos de no esperar mucho en la grada de abajo, pues, por razones obvias, el pasajero de adelante nos pondrá en primer plano su retaguardia.
Logro subir y aferrarme del cabito de tubo que me queda o de la parte superior de un asiento. Con algo de suerte, alguien se apiadará de mis canas. Yo, por supuesto, muestro mi cara de “Rosa de Guadalupe” a ver si conmuevo a alguno de los que van sentados.
Es difícil, lo sé. La mayoría de los pasajeros van absortos en su celular, con sus audífonos o idos en sus propios mundos.
El bus se pone en marcha y nos bamboleamos por inercia en cada curva y en cada frenazo. Las cabezas se mueven al unísono, como en El Muro, de Pink Floyd.
Mis nudillos se ponen blancos de la fuerza que debo hacer para no caerme. Atisbo sigilosa en cada parada si alguno de los de VIP se baja para poder tomar su asiento, en vista de que la cortesía se fue en Uber y no se ve por ninguna parte.
‘Flashback’ súbito
De pronto, en un flashback súbito, repaso de atrás hacia adelante los muchos autobuses que he tomado en las diferentes épocas de mi vida.
Estos de hoy son modernos, espaciosos, con un timbre de botón rojo para pedir que la unidad se detenga en la próxima parada. Tienen maniguetas y correas para los de pie y espacio para sillas de ruedas. Y llevan la tarifa del pasaje vigente en un cuadro sellado por la autoridad respectiva.
Otros eran aquellos de mis tiempos de blanco y negro. Tenían leyendas que, en letra gótica, nos regañaban gráficamente con un dibujo. Recuerdo el de una señora obesa que se caía del asiento; las verduras en el suelo desparramadas y un rótulo decía: “No espere a que lo corran”.
Otro, de un Mickey Mouse criollo con la trompa exagerada firmado por “Guega”, con una mano enguantada, nos recordaba: “Cuídelo como suyo”, en alusión a la “cazadora” en la que viajábamos.
Y por último, la instrucción de urbanidad: “Demuestre su cultura, tire la basura por la ventana”. Inaudito.
Al frente, sobre el parabrisas, atornillado, muchas unidades llevaban un Corazón de Jesús de bulto. En lugar de velita, tenía una luz eléctrica que estaba sincronizada con el cable que se jalaba para que el bus se detuviera. Cada vez que eso pasaba, el Corazón de Jesús se iluminaba de rojo, o verde, o azul, según el gusto del conductor.
Si fallaba el cable –que sonaba como chicharra en celo–, entonces un berrido desde atrás rompía el silencio: ¡Paraaaaaaaaaaadaaaaa! ¡Esquiiiiiiiiiiiina!
Pero lo más impresionante, pensaba yo, era que en la palanca de cambios, en lugar del hule que la cubre en la base, ponían la cabeza un muñeco de ojos azules. El tubo le atravesaba la jupa plástica y salía por su cerebro.
Y el horror: al meter primera, el bicho cerraba un ojo. En segunda, se le hundía el pómulo derecho; en tercera, cerraba los dos ojos y los abría, y en cuarta, se fruncía hacia delante convertido en un verdadero “Chucky”.
En algún momento de esa prehistoria, existieron trompos de aluminio para no meter “colados”. Las mamás nos obligaban a pasar agachados, sin considerar que a los 12 años, ya éramos muy grandes.
Hubo buses con cajas recaudadoras que nunca daban el vuelto, todo un atentado contra el escaso presupuesto del ciudadano común. Y antes de eso, un muchacho que bien pudo haber hecho casting para el Cirque du Soleil, recorría el pasillo cobrando el pasaje y dando el cambio. Con el bus en marcha, se sostenía de los asientos con la espalda baja, como si tuviera una ventosa.
Era más pintoresco, pero a la larga más cercano, más humano.
Cuando llegamos a la parada final, vuelvo al presente. Despacio, esperamos el turno para bajar.
Una mochila de la que cuelga un llavero de Hello Kitty me desea un buen día, y la señora con la sombrilla china me advierte, con una mirada fiera, que no se me ocurra adelantarme.
Ya afuera, nos dan la bienvenida las panaderías colombianas, las tiendas de ropa americana y doscientos “riñas” de afiladas intenciones.
La ciudad amenazante y anónima nos regala la certeza de la inseguridad, y con esa sensación caminaremos hasta nuestro destino final.
Nadie dice “hasta luego”, “nos vemos”, “que le vaya bien”, y ni siquiera un simple “gracias” al chofer. Nada.
Así que solo me queda caminar en medio del olor a colonia barata del amanecer.
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Ana Coralia Fernández es periodista y narradora oral.