Nunca fui un intelectual ni nada que se le parezca, pero aprendí a apreciar la Biblioteca Nacional cuando la visité por primera vez, hace muchísimos años, en su antigua sede, en las inmediaciones del parque Morazán.
Me cautivaban la belleza y majestuosidad de las maderas finas en su interior. Quizás por mi estatura bajita de edad escolar, me impresionaban los estantes de libros que miraba desde la nave central de aquel templo sin altares, confesionarios e incienso, donde los parroquianos debíamos guardar silencio y velar el sueño de espíritus entre páginas dormidas, legajos y empastados, lámparas de Aladino que cobraban vida con solo acariciar sus lomos.
Volví a la Biblioteca Nacional Miguel Obregón Lizano en mi juventud universitaria, en el nuevo edificio, al costado norte del Parque Nacional, en los inicios de los años setenta.
Estudiante inconstante de Periodismo, solía visitar la biblioteca con la única novia que me aceptó en matrimonio, quien me enseñó a localizar con precisión los textos en las cajitas de fichas colocadas en el vestíbulo, cuyas piedras y ladrillos del inmueble en construcción habían servido a los manifestantes contra el contrato de Alcoa para quebrar las vidrieras de la Asamblea Legislativa en el lejano 24 de abril de 1970.
En los años ochenta solía recorrer la distancia del Centro de Cine, en la cima del barrio Otoya, a la Biblioteca en la Avenida de los Damas, para la recopilación de notas, fotografías, crónicas y reportajes escritos acerca de esa institución, donde trabajaba.
Me sumergía temprano en diarios y épocas sin poder —ni querer— evitar que mi curiosidad husmeara en otros tópicos de la vida nacional, razón por la cual la actualización de los ampos con recortes de prensa de la entidad pionera del cine documental seguían pendientes cada atardecer.
Cuando iba rumbo a la hemeroteca, observaba en las salas de lectura a los habituales de los periódicos del día, paisaje urbano que variaba conforme el reloj de sol en el edificio de al lado, antigua fábrica de licores, desplazaba su silueta de aguja y sombra a compás de las horas lentas, mientras los lectores matutinos abandonaban las instalaciones y daban paso a escolares y colegiales, universitarios, investigadores sociales, educadores, escritores y otros bohemios ávidos de relatos y leyendas.
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Últimamente, a raíz de una reseña de la crónica deportiva en el marco del bicentenario de la República, que asumimos el escritor y periodista José Antonio Pastor y yo, retomé el ritual de la biblioteca y volví a entretenerme en los viejos periódicos que Rosemary Pacheco, sonriente y servicial, ponía a nuestra disposición en las mesas de investigación, con la venia de Flor Quesada, mujer distinguida y eficiente de ojos bellísimos, respaldadas ambas por Laura Rodríguez, la actual directora, admirable, emprendedora y dinámica, líder que con sus colaboradores ha convertido la institución en una especie de ministerio de cultura en ejercicio, pues allí no transcurre una semana sin que se realicen en formato virtual decenas de actividades literarias y musicales, talleres de artes plásticas y otras manifestaciones artísticas que han encontrado en la biblioteca el estímulo y respaldo necesarios para que nuestra vida cultural continúe, a pesar del confinamiento.
Por eso, hay que celebrar con júbilo el título de benemérita de la patria otorgado a nuestra Biblioteca Nacional el 22 de setiembre, reconocimiento que hace justicia a su labor encomiable y, principalmente, ha de propiciar la inyección de más recursos económicos y tecnológicos y su independencia, con el fin de que en esa estancia del saber continúen la misión y el fuego militante de una cultura viva, acervo de identidad y memoria, mientras el viejo reloj de sol prosigue su travesía de silencio, silueta y trazo, en lo que queda del día.
El autor es periodista.